Por Antonio de Murcia
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Para llegar a la escuela cada mañana había que atravesar la rambla de los gitanos. El pueblo se asienta sobre un macizo pétreo de la ladera de la montaña. El lugar ofrece condiciones adecuadas a las necesidades primitivas: cerca de la tierra fértil, pero a salvo de inundaciones y riadas; en disposición de vista dominante al frente sobre los extraños que se aproximasen por el valle; y delimitado a los lados este y oeste por sendas ramblas, que evacúan las lluvias del monte que está a sus espaldas, y que sirven de frontera natural.
En la Rambla (la más grande, la del este) viven en cuevas los gitanos. Hace unos ochenta años se amplió el pueblo al otro lado de la Rambla con un barrio nuevo sobre las terrazas de viejos bancales de almendros y olivares ganados a la costera. Como la escuela estaba (y está) más o menos en el medio del pueblo y en su parte más alta, los críos del barrio San Antonio teníamos que atravesar la Rambla por el único paso que lo permite. Normalmente no había ningún problema, pero en las temporadas de declaración de guerra entre los infantes payos y gitanos los del barrio no podíamos pasar, so pena de recibir una lluvia de pedradas, o peor. Realmente éramos pocos (no más de veinte los aguerridos) y ellos muchos más (y más aguerridos cuando se veían en superioridad numérica). Así que en esas épocas teníamos que dar un rodeo por la parte baja donde la rambla se pierde en la huerta, tomar la calle de la Cruz y subir luego por el callejón de la fábrica de chocolate (que a esa hora temprana ya expandía por el aire su aroma fabuloso).
De malos encuentros con los gitanos me libré varias veces por ser hijo de mi madre. Mis padres tenían una pequeña tienda de menaje de cocina y de marcos y portafotos. Como la gente pobre no podía comprar al contado en las tiendas de la ciudad, nos compraban a nosotros. Vendíamos al fiado (y a menor precio que en la ciudad, aprovechando los descuentos que, como clientes habituales, nos hacían los comercios). También mis padres compraban al fiado los géneros en los diferentes comercios, sin siquiera entregar sus nombres. Mi madre figuraba en los albaranes sólo con el apodo que le pusieron: la Beniajana. De manera que había que salir los domingos a hacer el recorrido para cobrar por las casas. La mujer de la casa daba cada semana lo que quería, o no daba nada, y se apuntaba en la libreta hasta que terminaba la cuenta. Mi padre se encargaba de los otros pueblos de la costera sur y de las casas de la huerta. A mi madre le tocaba El Colmenar, Los Ramos y nuestro pueblo. Más tarde, este recorrido lo heredaron por turno mis hermanas y por último lo heredé yo.
Mi madre recorría la rambla de los gitanos entregando los encargos y cobrando la semanada; pero no se limitaba a eso, sino que entraba en las cuevas o en las pobres casas y se sentaba tan a sus anchas como en la suya a conversar sin prisa. Era una mujer del pueblo, una de esas personas en las que el pueblo se manifiesta espléndido.
Una mañana que andaba yo retozando solo en la baldosa de la calle pasaron tres calés de mi edad y se pusieron a cercarme y a meterse conmigo. Ya estaba bastante asustado cuando uno de los chiquillos reparó en la casa a cuya puerta estábamos, que era la de mi señora abuela. «¿Tú eres el hijo de la Inocencia?» Dije que sí. «¿Y por qué no lo has dicho antes? Tu madre va a nuestras casas vendiendo. Íbamos a pegarte, pero ya no…» Así que, a partir de ahí, cuando me veía en apuros, soltaba: «¡que soy el hijo de la Inocencia!», como un salvoconducto, y me dejaban en paz en el acto. Por cierto, mi madre odiaba su nombre, que para mí era un conjuro mágico.
Entre unas cosas y otras, del trato con gitanos me quedaron varias impresiones. Una es que no están particularmente interesados en confraternizar con los payos. Estos son vistos más bien como extraños de los que si acaso sacar algo. Tampoco andan ambicionando ninguna clase de “integración” al mundo payo. El sistema establecido de los payos lo toman como una pesada vaca a la que eludir y a la vez ordeñar en lo que se pueda.
De todas formas, desde bien chiquito yo defendía siempre a los gitanos cuando había ocasión. No recuerdo por qué. Supongo que los percibía como “minoría oprimida y marginada”, un pueblo perseguido. O quizás también porque rehuían los empleos por cuenta ajena y se buscaban la vida como podían. Claro que esto era un rasgo de murcianía que aún prevalecía en mi infancia: el impulso de ganarse la vida de forma independiente, sin trabajar a sueldo para otros. Frente a oficios más lucrativos o seguros (funcionario, oficinista, empleado…), las ocupaciones por cuenta propia, aun inciertas o azarosas, gozaban de un prestigio superior sobre la base de un argumento que recibía aquiescencia general: «…pero es que a mí nadie me manda».
Así que la declaración a voces de la Quina, a los parroquianos de su tienda-taberna en el barrio: «no son mejores ni peores que nosotros, los gitanos, ni mejores ni peores, pero no son de nuestra raza» me parecía un horrible paradigma racista. Ahora lo entiendo más bien como el reconocimiento respetuoso y torpe de una realidad cultural.
Los gitanos no se hacen políticos, ni intelectuales, ni académicos, ni gestores, ni ejecutivos; a lo más, famosos y ricos con su arte. Ser nada o casi nada en el escalafón confiere cierta inmunidad Con los payos alternan menos que los chinos de primera generación, y hasta la invasión de las drogas duras no eran reos de delitos graves. Se aplican en ser indetectables para el sistema y tener el menor trato posible con él, a la vez que procuran aprovechar los recursos que este les ofrece en forma de sobornos con el fin de que se mantengan en un perfil bajo de conflictos. Constituyen una sociedad paralela y difusa, cuya situación tiene cierta analogía con la de la minoría que intenta un proceso revolucionario que cambie la deriva del mundo actual. Revolución y gitanía no es que tengan mucho que ver, pero en cierto modo también el impulso revolucionario parte hoy de una minoría pobre y marginal. No vendría mal emular su capacidad de resistencia frente a un orden ajeno y hostil.
Pero ¿qué posibilidades revolucionarias hay? El cambio revolucionario es una necesidad de supervivencia, y sin embargo la viabilidad revolucionaria en el contexto actual es, por decirlo delicadamente, escasa. A la vista de todos está la sumisión general al sistema de dominio. Y la colonización de mentes, cuerpos y almas sigue su progreso en escuelas, familias, redes, ocios, entretenimientos… Se puede llorar, si se quiere, a la vista de la penuria intelectual y vital, de la degradación de la salud, de las creencias, de los valores; de la profusión de la ignorancia y del agotamiento en todos los órdenes.
Con tal desolador estado de cosas, la propaganda, la difusión y la dialéctica en pro de la acción revolucionaria tiene limitadas posibilidades (y hay que llevarlas a cabo, sin embargo, a pesar de todo). En este penoso estado de cosas, mantener y acrecentar la integridad moral personal se hace difícil para muchos de nosotros y uno aparece más como problema que como solución (sin embargo, hay que intentarlo cada día, a pesar de todo). Pero si estas cosas son arduas y de efecto incierto, hay algo más sencillo al alcance de casi todos: podemos trabajar con las manos, o sea, hacer. Seguramente más fácil que hacernos “otro yo” es vencer la apatía y la indolencia, abandonar la gandulería. Para hacernos dignos de un nuevo mundo debemos construirlo desde ahora con nuestras manos.
El sistema de poder que nos anula puede descomponerse o no, podría derrumbarse o no, pero en cualquier caso debe haber en marcha una forma nueva de vida que resista y subsista en los márgenes del poder, en las catacumbas del sistema. Y de esto los gitanos saben.
En el casi infinito anecdotario egiptano pueden hallarse ejemplos ilustrativos de tácticas para sobrevivir en entornos adversos. Hoy traigo aquí dos; bien claro quede que son más bien metafóricos y que por tanto no hay que tomar el sentido literal, sino el figurado, para extraer la enseñanza adecuada.
El primero se refiere al aprovechamiento de los recursos que provee naturaleza: en los tiempos en que el agua corría continua por las acequias las viviendas de la huerta usaban los cauces a modo de red de saneamiento para deshacerse de restos que no podían servir para alguna otra cosa. Allí iban a parar, por ejemplo, cadáveres de animales domésticos que habían llegado al final de su vida. Un atardecer cualquiera, una gitana pasa al descuido por la orilla del corral de las gallinas de una casa. Porta en la mano despreocupada una bolsa como quien anda a la busca de caracoles, pero no lleva en ella sino unos puñados de harina de cebada o panizo mezclada con yeso y amasada con agua. Cuidando no ser vista, lanza unas manos del amasijo por sobre la cerca… y sigue caminando; en seguida se pierde por las sendas. Gallinas y pollos se lanzan a la suculenta cena y más comen los más voraces y hermosos. Cuando el yeso fragua en el buche, fallece el animalito, por supuesto. A la mañana siguiente, dos o tres aves han estirado la pata y la dueña no encuentra explicación para esas defunciones repentinas. En cualquier caso, no sirven ni para completar la dieta de los perros. Temiendo que se trate de una infección letal, arroja sin más los cuerpos a la acequia. Desde bien temprano, han comparecido aguas abajo tres o cuatro churumbeles de la tribu. Apostados en el paso de una compuerta de la acequia, van pescando las aves nadadoras, difuntas en plena salud y vigor.
(Moraleja: Es delito menor envenenar un pollo
que asalto de propiedad y robo)
El segundo se refiere a los modos y maneras de hurtar el cuerpo a la autoridad, enfrentándola a sus propias contradicciones: una destartalada furgoneta circula por la carretera regional; las abolladuras y desperfectos de chapa y pintura, y su presencia general, la hacen sospechosa de ciertas correrías nocturnas por huerto de melocotoneros o melonar. La pareja de la guardia civil la ve venir de lejos y le da el alto con esa mano y ese índice que traza una diagonal imponente desde el cielo hasta el arcén de la carretera.
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A ver, documentación del vehículo.
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¿Papeleh? ¿Pero qué papeleh, misargento? Si yo no sé ná de papeleh, si la flagoneta no es mía, ques de mi primo, misargento…
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Cabo, gitano. Mira, gitano, vas con una furgoneta sin documentación, que no ha pasado la ITV, que lleva dos pilotos rotos y una puerta que no cierra…
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¡Ay, maremía! Que yo no sé ná de la flagoneta, ques de mi primo, micabo, que ma disho que se la acerque al pueblo, quel sa puesto malo y siba pal médico…
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Este vehículo no puede circular, hay que inmovilizarlo, y tú me cuentas milongas…
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Pos si yo no sé ná del coshe, queste coshe no es mío, pos si no pué circular pos yo lo dejo aquí; ahí lo tié usté, que yo me voy andando.
El gitano ha bajado de la furgoneta y se aleja caminando por la carretera.
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¡¡Gitano!! ¡¡Gitano, ven pacá!! ¡Coge este trasto y llévatelo de aquí ahora mismo!
(Moraleja: prescindir de ciertos bienes materiales
nos libra de castigos y de males)
Antonio de Murcia, 27 agosto ‘24.
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