Una historia de hombres

Publicado el 1 de noviembre de 2023, 11:23

Por Antonio Hidalgo

Tiempo estimado de lectura: 5 min

 

Trabajo junto a otros veintitrés docentes, de los que solo tres son hombres. La feminización de la educación es una de las explicaciones de que el llamado “fracaso escolar” sea mayoritariamente masculino, estadística que pasa por alto el sistema educativo estatal, así que feminista. Pero este es otro tema, distinto al que quiero abordar. 

 

Por mi trabajo, y otras razones que no vienen al caso, mi mundo se ha vuelto cada vez más femenino, tanto que a veces pienso que cualquier día de estos me va a venir la regla. Aunque doy mi palabra de hombre que si algún día me pongo a menstruar no me odiaré por ello como sí hacía la infame Simone de Beauvoir, santa matrona del feminismo, mártir del autoodio y la más ilustre misógina del panteón de la fama. Tan poco masculino es mi mundo que cuando mi cuñado me llamó para que fuera a jugar a pádel junto a dos amigos suyos no dudé en decirle que sí, a pesar de los muchos kilómetros y el atasco en hora punta que suponía pasar una tarde de lunes en compañía masculina. 

 

El pádel es el nuevo fútbol. Como cada vez es más difícil reunir a unos cuántos, y el riesgo de lesión aumenta considerablemente a partir de los cuarenta, este juego para cuatro sin contacto físico se ha convertido en el nuevo deporte rey del siglo XXI. El pádel es tan popular en los barrios obreros que ha conseguido desprenderse del estigma que tuvo en sus inicios, como deporte vinculado a la derecha casposa y codiciosa del expresidente José María Aznar. 

 

Los dos amigos de mi cuñado, muy buena gente. 

 

El olor a sudor en el coche después de una larga jornada laboral me pareció el mejor de los augurios, tan acostumbrado al aroma del desodorante femenino; sentir los comentarios festivos que celebraban las características físicas de las cuatro mujeres que jugaban en la pista de al lado me indicaba que el esfuerzo valdría la pena; los constantes chistes que se lanzaban como dardos los tres amigos con excusa de sus defectos físicos, falta de habilidades deportivas o ausencia de vida sexual, unas bromas que en ningún caso carcomían la autoestima del compañero sino que servían para estrechar los lazos de camaradería a base de ingenio y sentido del humor, elevaron mi estado de ánimo. Poco a poco noté cómo mi masculinidad resurgía con fuerza, abriéndose camino entre la camiseta de fibra sintética de color verde fosforito y los pantalones del Atlético de Madrid. Atrás quedaron todas esas charlas de apoyo emocional tan comprensivas y esa obsesión por quedar bien con los demás. Como el increíble Hulk, comencé una metamorfosis que me hacía sentir más fuerte, más bruto y más hombre. Así con fuerza la pala y golpeé la pelota como si mi vida dependiera de ello. El Antonio profesor, consagrado al arquetipo del monje, había muerto, ahogado entre libros; renacía el Antonio guerrero, ese fiero ser humano sediento de belicosidad que aguardaba su oportunidad desde hacía mucho tiempo en el interior de mi escroto. Mi vida por fin tenía sentido: mi único propósito era ganar esa partida de pádel.

 

Perdí. Perdimos. 

 

Supongo que el hecho de llevar tantos meses sin practicar fue decisivo en la ajustada derrota que sufrimos. Me imaginé a mi madre vestida de espartana despidiéndome de casa con un escudo para decirme que si no volvía victorioso sería mejor estar muerto. Pero la sangre no llegó al río. Sí llegaron las cervezas, tan rápido como se consumieron, consumición que pagó mi cuñado. El que pierde, paga.

 

Y ese momento, el de la charla después del partido, fue sin duda el más significativo de la tarde. Los dos hombres estaban divorciados. Uno de ellos explicó que su exmujer se quejaba constantemente de que él no colaboraba en las tareas domésticas y que, “para no escucharla”, se ponía a limpiar los cristales a las once de la noche después de una agotadora jornada laboral como camionero que comenzaba a las cuatro y media de la madrugada. Parece ser que esa mujer no valoraba que su marido, además de aportar el único sueldo que entraba en casa, hiciera la comida para toda la familia, entre otras tareas que para su exigente esposa pasaban desapercibidas. Una mujer que aseguraba no tener tiempo suficiente para los quehaceres domésticos pese a negarse a trabajar porque “no había venido desde Argentina para ser barrendera”. El divorcio estaba siendo todo un drama debido a las muchas exigencias económicas y personales que la ex estaba imponiendo a ese  santo varón con el beneplácito de la ley y los abogados. «Tengo el cielo ganado», aseguró en más de una ocasión mi contrincante. Luego pude saber que, además de los abusos y desprecios que este hombre recibía con asiduidad de su antigua pareja, en varias ocasiones había soportado golpes y violencia física, una circunstancia tristemente frecuente pero que sigue sorprendiéndonos, especialmente si el hombre maltratado mide más de un metro noventa y pesa más de cien kilos.  

 

Al día siguiente fui incapaz de disfrutar de un paseo por mi pueblo por culpa de dos circunstancias: las molestas agujetas que me recordaban la derrota a cada paso que daba, y la lectura de unas ofensivas pintadas que han aparecido en las fachadas de los edificios aledaños al ayuntamiento. Una decía (traduzco del catalán): «Machirulo muerto, abono para mi huerto»; otra mostraba esta frase (vuelvo a traducir): «Hombre aliado, te tenemos bien calado»; la mayoría de los grafitis, perpetrados probablemente por el mismo grupo de indeseables, insistían en un mismo lema: «zona antifeixista» («zona antifascista»). Supongo que no debería perder el tiempo en explicar que las fascistas del pueblo son precisamente ellas o, más que fascistas, nazis, femi-nazis, en tanto que desean exterminar a un colectivo humano en base a sus características biológicas a través de una ideología impuesta por el Estado y la gran empresa capitalista. Y no debería perder el tiempo explicando por qué razones estas mujeres deben ser llamadas “nazis” ya que estoy seguro de que ellas no me leen, entre otras cosas porque carecen de este saludable hábito, pero también porque mis lectores son bien conscientes de que el feminismo es la principal y más peligrosa forma de fascismo que existe actualmente en nuestra sociedad.

 

Soy muy consciente de que la mayoría de las mujeres, con sus defectos y sus virtudes, son seres humanos dignos que nada tienen en común con los engendros empoderados que han realizado las pintadas en mi pueblo o maltratan a sus parejas. Pero lo mismo podemos decir de nosotros, los hombres. Ya está bien de ser tachados de agresores, maltratadores, violadores y vagos insolidarios. Ya está bien de ser discriminados por el sistema legal. Ya está bien de feminismo.

 

Hagamos que cada día sea el Día contra el feminismo y contra los poderes que lo han creado, lo financian y promocionan. Hagamos que cada día sea el Día del hombre, del hombre trabajador, del hombre digno, del hombre bueno, del hombre revolucionario, del hombre que se respeta a sí mismo y respeta a las mujeres. Celebremos el Día del orgullo masculino, el Día del orgullo heterosexual, también el Día del padre

 

Me tenéis bien calado, enemigas feministas; y por eso os digo que nunca seré vuestro aliado. Como nunca seré aliado de ningún nazi que desprecie o discrimine a otro ser humano por su sexo, raza o condición sexual.        

 

Antonio Hidalgo

 

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