La insoportable levedad del ser bronceado

Publicado el 1 de septiembre de 2025, 8:00

Por Jesús Trejo

 

[Tiempo de lectura: 4 min]

 

Nuestra vida llena de sucedáneos llega puntualmente a su culminación con las vacaciones de verano. Tiempo de recarga para los desgastados y desmineralizados habitantes del asfalto, el mes de agosto es de todos el más propicio para la escapada a las zonas de playa, donde disfrutar de la violación por la inocente arena de todos nuestros orificios, de los restaurantes atestados, que se acercan en tiempos de espera a la seguridad social, y de las masas nocturnas de zombies, complacientes y afectuosos, que alardean de ingravidez gracias a los efectos del alcohol. Sarna con gusto no pica, pero mortifica.

 

Entre todos los síntomas del dolce far niente estival, el bronceado es el que más me llama la atención. Carnes torrefactadas, con una mezcla de hiperexposición al sol junto a ungüentos no menos cancerígenos, transforman los pálidos y fofos cuerpos urbanitas en la expresión más patética del blacklivesmatter, con ese literalismo tan propio de las gentes cultivadas, portando en sus carnes las consignas que la industria de la moda tengan a bien dictarles.

 

Esa asfixiante sensación de incultura, falsedad y apariencia, trasunto de la desustancialización que caracteriza la época del triunfo de los seres-nada, contrasta sin embargo con las gentes del mar que aún perduran en las zonas costeras, con sus pieles resecas y duras como caparazones, rostros surcados por alegrías, penas y preocupaciones cinceladas en sus caras austeras y ajenas al ruido turístico, y cuya grandeza como personas resalta entre tanto traje vaporoso.

 

No soy digno de entrar en tu casa… marinero.

 

Los veraneantes pasean descuidados sus broncíneos cuerpos por pueblos bendecidos por la cal, buscando una buena panorámica donde expresar su admiración ante lo bucólico de un paisaje, una plaza o una fortaleza amurallada, aleccionados los más intrépidos por la sinopsis políticamente correcta de la Oficina de turismo y la cantinela de las andanzas de reyes, condes o marqueses, sin que haya una mención a la sangre popular con que ha sido regada la comarca, defendiéndola de la codicia de estos señoritos o del saqueo de piratas berberiscos; reservan habitaciones en antiguos molinos remozados como estancias turísticas, sin adivinar la proveniencia en muchas ocasiones compartida del ingenio fabril, donde acudían los vecinos a moler los frutos de unos campos propios o comunales, que fueron arrebatados engañosamente con las famosas desamortizaciones; inhalan el aroma embriagador de recoletas callejuelas , debidamente embellecidas por sus gentes, con flores o plantas coloridas y fragantes (buganvillas, geranios, jazmines, magnolias, damas de noche), sin pararse a indagar de dónde viene ese deseo de belleza humilde y artesana, exhalando perfumes de una comunidad ancestral.

 

En la España profunda son los vecinos, y no los servicios de limpieza, los que se esmeran en cuidar su calle, en lavar su acera, y en hacer habitable, humanamente habitable, su pueblo. Porque cuando el animal consciente está enraizado en un territorio se inclina por embellecer y cuidar la tierra que mora, dado que el entorno se convierte en una extensión de uno mismo. Paisaje y paisanaje se entrecruzan sin solución de continuidad, como se ha mostrado en los incendios, donde para sorpresa y estupor de los profesionales de protección civil, ante la inminencia de las llamas, las gentes desacatan la orden de evacuación y luchan para salvar su vivienda y sus recuerdos, su huerto, los árboles que plantaron seguramente sus abuelos, o también, simplemente por la costumbre inveterada de hacer las cosas ellos mismos, sin confiar en técnicos asalariados que no han pisado el pueblo en su vida. Por cierto, otra forma de ennegrecer la piel, la lucha hercúlea de los vecinos contra el fuego, los cuerpos tiznados por el humo y el calor abrasivo apuntan igualmente a un estar de pie, solemne y grave, que hace palidecer el alma del veraneante y su insoportable levedad.

 

Hay dos tipos de bronceados, el de la molicie y el del trabajo. Sin negar la necesidad de un tiempo de asueto merecido y reparador, también es preciso exigirnos en nuestros viajes un respeto reverencial por los que han ennegrecido su piel y seguramente su semblante preservando el legado habitacional y productivo de nuestros abuelos. Urge recuperar la solemnidad de cada pisada esforzándonos en rememorar la historia de cada paraje, recuperando el legado popular y honrando a las personas que lo forjaron, y no a los emperifollados fantasmones que salen en la versión oficial. Y que el viaje más urgente y fascinante es el de ir hacia el interior de nosotros mismos para superar la frívola superficialidad que nos ensombrece por dentro y por fuera.

 

Jesús Trejo

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