El antifascismo traicionado: la palabra hecha arma

Publicado el 1 de diciembre de 2025, 22:16

De la memoria del antifascismo a su manipulación contemporánea

Por Alés Sarokin, colaborador VyR

 

1. Introducción: la mentira disfrazada de liberación

 

En pleno siglo XXI, la invasión rusa de Ucrania reaviva un dilema moral y político: muchos aún aceptan, o al menos no cuestionan, la narrativa que Moscú presenta como “antifascista” y “liberadora”. La idea de que Rusia defiende valores universales choca con la evidencia: ciudades destruidas, poblaciones desplazadas y un proyecto sistemático de subordinación cultural y política. Esa contradicción no es casual: es fruto de décadas de manipulación del lenguaje soviético. Palabras como “liberación”, “hermandad” o “desnazificación” han sido reprogramadas para justificar la agresión y enmascarar un proyecto imperial etnonacionalista que prolonga sin ruptura ideológica la lógica del zarismo y del estalinismo.


Entender esta estrategia discursiva es clave para reconocer la legitimidad de la resistencia ucraniana: no se trata de un conflicto entre bloques, sino de un pueblo que defiende su derecho a existir, hablar su lengua, mantener su memoria y decidir su futuro. Solo desenmascarando el lenguaje del poder podemos situarnos del lado de la emancipación y de la verdad histórica.

 

 

2. De los zares al Kremlin: continuidad de un imperio

 

La historia del imperialismo ruso no comenzó con Putin; sus raíces se extienden siglos atrás. La relación de Moscovia con los territorios ucranianos se consolidó en el siglo XVII, especialmente tras la unión de Pereyáslav en 1654. Para los cosacos del Hetmanato fue una alianza temporal de protección frente a Polonia; para Moscú, una sumisión política y militar que justificó su intervención y sentó las bases de siglos de dominación.


Con guerras, anexiones y tratados, gran parte de Ucrania quedó bajo control ruso, mientras otras regiones permanecieron bajo Polonia. No fue solo conquista militar: el zarismo impuso la lengua rusa, limitó la autonomía local y subordinó la religión y la educación, consolidando una política de rusificación que veía la independencia cultural ucraniana como amenaza al poder central.


La Revolución rusa y la URSS no rompieron esta lógica, solo la adaptaron. Ucrania, aunque formalmente autónoma, sufrió purgas, deportaciones masivas y políticas que moldeaban su historia dentro de la narrativa del Estado. La idea de un pueblo ucraniano separado se subordinaba siempre a la “hermandad de pueblos” bajo Moscú.


Hoy, bajo el neozarismo putinista, la continuidad es evidente. La retórica del Kremlin niega la existencia de Ucrania como nación independiente y reduce a su pueblo a una “rama del pueblo ruso”. La agresión militar se acompaña de una maquinaria propagandística que recicla viejos mitos imperiales y soviéticos. Política, lengua, cultura y memoria se convierten en armas de control, mientras se llama “reunificación” o “liberación” a la invasión.


Comprender esta continuidad histórica permite ver la guerra actual no como un episodio aislado, sino como la prolongación de siglos de agresión. La resistencia ucraniana no es solo militar: es la defensa de la existencia frente a un imperio que no ha cambiado de esencia, solo de nombre y método.

 

 

3. El antifascismo como máscara

 

La propaganda rusa ha secuestrado el lenguaje histórico del antifascismo para justificar su guerra. Moscú dice luchar contra el “nazismo”, pero esas palabras han sido vaciadas de sentido: no describen ideologías extremistas, sino que son etiquetas vacías usadas para desacreditar y aterrorizar a cualquier pueblo que resista. Quienes las repiten ni siquiera comprenden qué fue el fascismo o el nazismo; solo reproducen consignas diseñadas para manipular y encubrir crímenes.


La realidad es brutal. En el este de Ucrania, mayoritariamente rusoparlante, los territorios han sido bombardeados bajo la excusa de “protección”. En Mariúpol y Bucha se documentaron masacres, torturas y desapariciones forzadas. Miles de ucranianos, incluidos niños, fueron deportados. Escuelas, bibliotecas, iglesias y museos han sido destruidos, incluso algunos de origen ruso que Moscú decía “proteger”. Esa violencia no combate fascismo alguno: es genocidio envuelto en retórica ideológica.


No hay antifascismo en la guerra de Rusia; solo hay expansión, imperialismo y muerte. Llamar “liberación” a esta carnicería es una burla a la historia. El antifascismo verdadero defiende libertad, justicia y dignidad: no nace no nace de los bombardeos, ni de las deportaciones, ni de la censura.


Quien apoya la narrativa rusa, por convicción o ignorancia, se coloca del lado del invasor. La guerra rusa no combate ideologías extremistas, sino que busca aniquilar la soberanía de un pueblo que se niega a ser absorbido. Defender a Ucrania no es tomar partido: es defender la humanidad frente a la mentira y al poder imperial.

 

 

4. El antiimperialismo invertido

 

Rusia se presenta como un adversario de Occidente, pero eso no convierte su agresión en antiimperialismo. El imperialismo no se define por el grado de hostilidad hacia Washington o la OTAN, sino por la práctica de dominar, explotar y someter a otros pueblos. Aplaudir al Kremlin por su supuesta “oposición a Occidente” es caer en un antiimperialismo invertido: celebrar a un imperio porque finge ser enemigo de otro.


Ucrania es la prueba viviente. No es un peón ni un satélite. La ocupación de Crimea en 2014, la anexión del Donbás y la instalación de administraciones títeres muestran que Moscú no busca negociar soberanía: busca suprimirla. La destrucción de infraestructura, la censura, la imposición de currículos escolares rusos y de símbolos imperiales en las zonas ocupadas revelan un patrón sistemático de colonización cultural y territorial.


El apoyo de Estados Unidos o de Europa no convierte a Ucrania en su títere. Las alianzas políticas y militares nunca son simples: toda potencia defiende sus intereses, como ocurrió cuando Washington apoyó a la URSS contra Hitler. Pero eso no anuló la naturaleza totalitaria del régimen soviético, como tampoco hoy convierte a Ucrania en extensión de Occidente.


Esta guerra no gira en torno a un líder ni a un gobierno. Los ucranianos no veneran a un caudillo: ven a sus dirigentes como funcionarios del Estado, no como amos. La resistencia no se organiza desde el poder, sino desde la sociedad que elige defenderse.


El verdadero antiimperialismo no consiste en odiar a Occidente, sino en oponerse a toda forma de dominación. Y la dominación, hoy, tiene rostro ruso.

 

 

Conclusión

 

Apoyar a Ucrania no significa alinearse con un bloque geopolítico, sino ponerse del lado de la verdad histórica y de la emancipación de los pueblos. La guerra de Rusia no es una cruzada contra el fascismo ni un acto de justicia antioccidental, sino una ofensiva de conquista que no tolera independencia ni libertad.


El antifascismo auténtico, basado en justicia y dignidad, no puede nacer del imperialismo. Ucrania se ha convertido en la frontera moral entre libertad y sometimiento. Cada ciudadano que defiende su lengua, su memoria y su tierra sostiene un principio universal: ningún imperio, antiguo o moderno, puede encubrir su violencia con consignas o ideologías retorcidas.


Apoyar a Ucrania es enfrentar a un imperio que bombardea ciudades, deporta niños y arrasa escuelas para someter a un pueblo que solo se atrevió a vivir libre.

 

Alés Sarokin

 

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