Lenguaje inclusivo contra razón común

Publicado el 1 de julio de 2023, 11:46

Por Antonio de Murcia

Tiempo de lectura estimado: 15 minutos

 

Más de treinta años ha que grupitos feministas se lanzaron a propagar la idea de que no se nombra a las mujeres cuando un colectivo mixto se nombra con el genérico masculino, pues oculta a la mujer. De tal idea surge la consigna: “El lenguaje es machista”. Consigna tan repetida desde entonces que parece convertida en una verdad obvia, hasta el punto de que quien no quiera ser acusado o acusada de incurrir en evidencia de machismo ha de decir, si se acuerda, eso de “todos y todas”, “ciudadanos y ciudadanas”, “niñas y niños”, e incluso “miembros y miembras”. Y así lo cumple, con muchas dificultades y omisiones pero con empeño, todo el que quiere —en la Política, en la Empresa, en la Cultura, en los Sindicatos, etc.— disfrutar de las ventajas que da el discurso correcto y sumiso alineado con lo que está mandado desde Arriba.

 

Sí, porque de entonces a hoy el Feminismo ha hecho cuerpo con el Estado. Ahora la Ideología Feminista es la forma que el Estado adopta para mejor aplastar el valor social de lo femenino. El Feminismo de Estado mantiene, enmascarándolo, el Poder Patriarcal (pues siempre el poder es patriarcal), integrando en Él a las mujeres. El feminismo institucional es un agente de la política de desintegración social, del enfrentamiento de todos contra todos, como un medio de hacer realidad el deseo de aquel Sr. Ronald Reagan y de aquella Dama de Hierro Sra. Margaret Thatcher que proclamaron en los años ’80, desde sus respectivos sitiales de poder, que no hay pueblo, ni clases, ni sociedad civil, sino que sólo existe el Individuo y el Estado. La calificación del lenguaje como machista es ejemplo terrible de la creación de un conflicto social artificial: todos los hablantes están contra las mujeres si no adaptan su lenguaje a las instrucciones normativas.

 

Ciertamente, en los últimos tiempos el Poder (el Complejo Estado-Capital) ha cambiado su rostro y se ha vuelto feminista[1]. ¿Se debe esto a que el movimiento feminista ha convencido y conquistado el poder estatal?, ¿se ha vuelto femenino el Poder?, ¿o acaso las poderosas se han hecho masculinas?, ¿o es que el Poder sabe que travestirse de feminismo le asegura la perversión del feminismo para su propio servicio? Toda esta transformación del rostro del poder es la maniobra actual para hacerse más profundo y más total. Ejercer su dominio de formas nuevas le asegura seguir siendo el mismo: el agente de la explotación, de la acumulación, de las guerras y de la destrucción de las vidas.

 

Reflejo de la fusión de Feminismo y Estado es la creación de ministerios de la cosa y la profusa emisión de informes, guías, recomendaciones y normas (europeas y españolas) que intentan “regular el lenguaje”. Investidos de insufrible pedantería, consideran el lenguaje una construcción social, un producto de la Cultura (ésta sí emanación del poder machista y patriarcal). Algo se rebela por dentro ante esa afirmación, ya tópica, de que el lenguaje es machista, que es un producto cultural sujeto a manipulación por el orden patriarcal y reflejo de éste. Que no sólo puede hacerse un USO machista, sino que es machista la lengua materna misma en su estructura profunda, en su gramática. Y eso no puede ser. Tal degradación, que rechazamos, es un ataque contra la lengua, que insulta a sus hablantes y agravia a las personas que militamos durante décadas en las filas del feminismo y que defendemos con palabras y con hechos, en nuestra vida, la igualdad y la hermandad entre los sexos. Personas que también vemos clara la necesidad de corregir, eliminar, los sesgos machistas del uso de la lengua; que denunciamos las frases discriminatorias, los chistes humillantes, el vocabulario ofensivo, la postergación a segundo plano, y que usamos todos los neologismos necesarios para nombrar a las mujeres en profesiones hasta hace poco ejercidas exclusivamente por varones.

 

La capacidad lingüística es un don biológico, no cultural, como se ve en el hecho de que en su aprendizaje no hay fracaso. Sin excepción, todos los críos sanos de todas las lenguas del mundo aprenden su idioma[2]. Nadie enseña, no hay maestros, todos los hablantes lo son. Es gratis y nadie manda en él. No es de nadie, pues es del pueblo, o sea de todos. El lenguaje nos viene de más allá de la Historia y de la organización social patriarcal. Calificar de machista el instrumento del pensamiento, de la razón y de la crítica es un error y un abuso. De esta forma nos quieren robar el alma. Otros colectivos sociales bastante oprimidos, invisibles y postergados: niños, viejos, impedidos, pueblerinos, extranjeros, gordos, negros, chinos, indios, homosexuales… (bueno, éstos ya no) ¿Deberían denunciar al lenguaje como edadista, racista, chauvinista, etc.?

 

Por todo ello, no hace falta ser lingüista, ni gramático, ni filólogo, ni académico; la defensa de la lengua materna puede y debe hacerse a título de mero usuario de la lengua, como un hablante cualquiera.  

 

La presión para hablar como el poder pretende es multiforme. Mezcla la denuncia de los usos machistas del hablante: vocabulario sexista[3] (sexismo léxico), las declaraciones o enunciados sexistas y los saltos sintácticos desde la óptica del varón (sexismo sintáctico), con verdaderos dislates gramaticales como la sustitución del plural genérico por un término colectivo abstracto (p. e. ‘los niños’ por ‘la niñez’), o la eliminación de los artículos determinados masculinos (p. e. ‘los estudiantes de primer curso’ por ‘estudiantes de primer curso’), que, de seguirse, cambian el sentido de las frases hasta provocar decir algo distinto de los que se quiere decir. Desde luego, los pretendidos feministas que aspiren a seguir en la grupa del lenguaje “inclusivo” tienen brega por delante. A éstos debe achacárseles ignorancia. A los ideólogos inductores, mala fe.

 

De todos los ataques necios a la lengua, lo fundamental sobre todo son las cuestiones del uso del genérico, ya que afectan a las reglas gramaticales de nuestro idioma. Se considera que utilizar el género masculino para usarlo también como término genérico cuando no rige la oposición masculino/femenino es un caso claro de machismo. Esta idea se da por sentada y pareciera tan evidente que no necesita argumentación, así como tampoco la necesita la “solución” aportada. A lo más se dice: “lo que no se nombra no existe” (de paso, aseveración bien falsa) y se lanza la consigna de nombrar “también” el término femenino junto al masculino, para remarcar, en todo momento, aunque sea impertinente en el discurso que haya dos sexos, que hay dos sexos. Bien puede merecer esta actitud el calificativo de sexista.

 

La idea que subyace es la identificación entre género gramatical y sexo. Idea muy extendida, desde luego, y que consiste en que, al llamarse los géneros “masculino” y “femenino”, se entiende que el uno es propio del varón y el otro de la mujer. Cosa de apariencia evidente pero muy errada. Se asocia la terminación de las palabras en –a y en –o con los sexos biológicos. A la letra ‘o’ se la carga con un ominoso sexo masculino y a la letra ‘a’ con el mérito de la visualización femenina. Ni siquiera la inocente letra ‘e’ se libra de ser asimilada a lo masculino. Muchos hechos lingüísticos se encargan de mostrar que los géneros no son más que una forma de clasificación del léxico para establecer relaciones sintácticas y semánticas. Aquí señalo varios:

  • Las palabras que nombran a las cosas tienen género (terminen en –o, en –a, o en cualquier otra vocal o consonante) y van concordadas con su artículo respectivo (el, la, lo, por ejemplo). Sin embargo, no podemos atribuir sexo a las cosas. Ni los cuchillos ni las cuchillas, ni los pozos ni las pozas, ni los almendros ni las almendras tienen sexo. Hay además palabras femeninas terminadas en -o (la radio) y masculinas en –a (el fantasma). Por otra parte, colocamos tranquilamente el artículo masculino, por razones históricas y por eufonía, a los sustantivos femeninos en singular que comienzan por a- tónica (hada).
  • Los términos abstractos se adscriben a cualquiera de los dos géneros: sanción (fem.), castigo (masc.), pero no son más sexuados que los ángeles.
  • Igual pasa con los nombres de los animales. En “las ratas” nadie percibe excluidos los machos, ni en “los ratones” las hembras.
  • En las palabras que se refieren a personas se dan todas las variantes: palabras masculinas que designan un colectivo de mujeres (harén, serrallo); palabras femeninas que designan un colectivo de varones (clerigalla; legión, ant.); palabras masculinas que designan un colectivo mixto (comité); palabras femeninas que designan un colectivo mixto (las víctimas). Además, hay palabras que pueden designar personas de cualquiera de los dos sexos: bien terminadas en -o (testigo), bien terminadas en –a (colega, camarada[4]), bien en otras letras (joven). En cuanto a las que incluyen a todos, ni las palabras femeninas que abarcan a todos los individuos (humanidad, gente, personas, criaturas) excluyen a los varones, ni las masculinas (El Hombre, el ser humano, el pueblo, los bebés) excluyen a las mujeres.

 

Esto, aplicado a los oficios, nos da que, así como decir “el artista” no feminiza al pintor, tampoco decir “la médico” masculiniza a la doctora. Y con más razón las profesiones con otra terminación (juez, jefe, delineante) que admiten artículo masculino o femenino no precisan transformarse en un palabro terminado en –a para nombrar a la mujer que desempeña esos oficios. En cualquier caso, como la lengua no es de nadie, es el uso, y no las imposiciones normativas, lo que establece o no el femenino en las profesiones que lo admitieran (‘músico’ no admite la terminación en –a, igual que ‘policía’ no admite terminación en –o).

 

Todas esas palabras son de forma única, masculina o femenina. En español, en el que ha desaparecido el género neutro latino, las palabras que tienen doble forma (hermano-hermana) toman como género común el masculino, donde se neutraliza la oposición de género. Es decir, donde ya no hay ni masculino ni femenino. Y es así como lo emplean y entienden los hablantes, tanto el emisor, como el medio, como el receptor. Sólo por inepta decisión ideológica, no lingüística, se puede afirmar que en el genérico terminado en –o no se nombra a las mujeres. Cuando conmemoramos a nuestros muertos no estamos desde luego postergando a nuestras muertas.

 

Hay otras razones secundarias que ayudan a deshacer la confusión de vincular el género gramatical con la lucha de sexos: hay lenguas —las más en el mundo— que establecen los diversos géneros de clasificación de palabras con criterios que no tienen nada que ver con los géneros masculino/femenino; hay lenguas (chino, inglés) que carecen de distinción de género masculino/femenino y no por eso sus sociedades son menos patriarcales y machistas que cualquier otra. Ni tampoco a las lenguas que hacen el genérico en femenino se les puede atribuir rasgos sociales feministas.

 

La lengua, como código, como sistema de signos, como medio comunicativo, es imposible que sea machista, ni sexista, ni xenófoba, ni clasista, ni homófoba, ni demás calificativos; los cuales expresan juicios y dictámenes, de los que son capaces únicamente los seres humanos, empleando, eso sí, el lenguaje y otros medios para manifestar sus intenciones. El llamado lenguaje inclusivo, en tanto que introduce la diferencia de sexo cuando esta no es pertinente para los fines comunicativos, es sexista. La verdadera forma inclusiva es el uso del genérico.

 

La igualdad social de hombres y mujeres es un derecho por fin obvio. Ahora bien, puesto que todas las sociedades históricas son patriarcales, la igualdad por sí misma no cuestiona las estructuras y reglas que el poder masculino ha impuesto y a las que muchas mujeres se amoldan tan bien como los varones. Intervenir en la lengua, imponerle reglas, ha sido siempre aspiración de todo poder establecido, siempre frustrada, que ahora hacen suya supuestas feministas y feministos.

 

Pero ¡ay! acabo de caer en la cuenta de que la materia de este artículo ha quedado de pronto un tanto anticuada. Como los tiempos adelantan que es una barbaridad, subidos a la ola de la ideología woke norteamericana, han inventado un género “indeterminado” en afirmación de una masa difusa ni masculina ni femenina. Ya no basta con desdoblar en –a y en –o, sino que hay que triplicar en –e.

 

Pero eso será para otro día.

 

Antonio de Murcia, 25 junio ’23.

 

[1] Y también “ecológico” (para mejor monopolizar todos los recursos de la tierra y del mar), “antirracista” (para mejor promover la emigración neo-esclavista), “woke” (para abrir las puertas al transhumanismo) y limosnero (para postrar a la gente en la dependencia). Nuestro Estado español, sometido al Imperio Atlantista, es ejemplo y hasta banco de pruebas del nuevo control mental sobre las poblaciones. Y abanderado de la perversa estrategia de usar reivindicaciones históricas justas (feminismo, ecologismo, antirracismo, etc.) para confundir y descomponer toda oposición a los designios de poder totalitario sobre los recursos de subsistencia, las costumbres y la intimidad. El ciudadano modelado en esta ideología (antimachista, ecologista, antixenófobo, antihomófobo…) camina satisfecho hacia la esclavitud más completa. A esta servidumbre y pobreza ideológica ha quedado reducida la llamada izquierda.

[2] El proceso que ocurre en el desarrollo de la capacidad lingüística del niño es la adaptación de la gramática universal innata al idioma que le ha tocado, a la variante de su región y al idiolecto propio.

[3] Pero incluso en esta parte más superficial del sistema de la lengua (el nivel léxico), y por tanto potencialmente influida por las ideas dominantes, el pueblo se muestra imparcial y justiciero. Así, si a una persona o cosa pesadas se las califica de coñazo, una supina tontería es una pijada o capullada, y el tonto soberbio un capullo, un tontolpijo, o directamente un gilipollas. Y si lo bueno se llama cojonudo, fácilmente lo supera lo que es de puta madre.

[4] ‘Camarada’ era un término exclusivamente femenino cuando el castellano ya había alcanzado su máximo esplendor. Así, el capitán Alonso de Contreras (s. XVII) escribe, refiriéndose a unos compañeros suyos de la Armada: «…estuvimos en una casa de camaradas los tres, sin admitir otras camaradas» y «de la ventana dieron a una camarada de las mías con un tiesto, que lo derribaron redondo y quedó sin sentido». Y nadie hacía una montaña de eso.

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