Por Antonio de Murcia
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‘Paleto’ se dice a la persona rústica y sin habilidad para desenvolverse en ambientes urbanos. Por ignorante califica como palurdo; por torpe de entendederas, como lerdo; y por tosco o vulgar, como cateto. Si resulta ordinario y brutote connota zafio o garrulo y cuando es grosero evoluciona a patán. Y todo ello asociado a pueblerino, aldeano y campesino (o más expresivamente, campusino, como decíamos en el pueblo, en un alarde de etimología culta), con lo cual el campo léxico da vuelta sobre sí mismo y vuelve a lo esencial: la condición de paleto, con los atributos que la adornan, es propia de la gente que vive en la rus, que vive del campo, rústica en suma.
Pero, al fin y al cabo, todas esas lindezas imputadas a la gente rústica no dejan de presentar una imagen de conjunto lamentable, sí, pero a la vez un tanto desvalida, como de taras menores como corresponde a gente inferior, de cultura elemental, tontos en definitiva. Un poco al modo en que contemplamos al asno, cerril en su terquedad, y simpático por lo mismo. Buen material para pasajes cómicos, apuesta segura, éxito fácil. Cualquier mindundi se atreve con el tema del paleto para su espectáculo o su viñeta. Y como un ejemplo entre miles ahí tenemos en el acervo colectivo estribillos hit como la Ramona Pechugona o “Anda-moza-que-te-endiño-con-la-mano-‘el almirez”.
Todos esos adjetivos no dejan de contribuir a un efecto de conmiseración, de indulgencia paternalista. Que el paleto haya sido durante tanto tiempo Tema de incontables chistes lo acerca a nuestra piedad. Un elemento risible destacado es el hecho de que el paleto no se da cuenta de que es un fósil de un pasado sin retorno. El paleto y su bruta ignorancia desaparecerá, ha desaparecido ya, a manos de la triunfante modernidad urbana. Los fenómenos inevitables de lo contemporáneo (el divorcio, el tráfico, el aislamiento, la prisa, los rascacielos, la comida artificial, los semáforos, la soledad… y todo lo demás) ponen a Paco Martínez Soria al borde del ataque de nervios. Entrañable y querido resulta PMS, al que se le perdonan sus taras en base a ser el último representante de un mundo periclitado. ¿Quizás hay en esta simpatía benevolente por parte del espectador modernizado una oculta nostalgia por un mundo al borde de la extinción?
Peor mala leche tiene la categoría de villano, cuyo origen está en las casas de campo o villas romanas, en las que los esclavos/siervos agrícolas abastecían a la clase noble de toda clase de bienes hortícolas y ganaderos. Asociado a ruin o innoble, añade maldad a la ignorancia y lleva la marca de lo indigno, traidor, abyecto y en definitiva malo, opuesto todo ello a las virtudes de nobles e hidalgos. Los lugareños son muy capaces de crímenes horrendos, voceados en seguida a toda plana como frutos de la España profunda, que aquí parece querer significar asesina (como si los ajustes de cuentas, descuartizamientos y asesinatos por psicópatas urbanos no fueran igual de horripilantes y “profundos”).
Esta clase de vilipendio —la violencia asociada a lo ‘profundo’, a lo que se supone que no está ‘civilizado’— no está en uso solamente en España. Reciente es el sintagma “América profunda” para explicar el predicamento que D. Trump ha alcanzado en las zonas de USA tradicionalmente granjeras, que además tienen el agravante de estar atestadas de armas particulares. Las clases sometidas siempre han sido objeto de descrédito de las dominantes y este es un hecho mundial.
Con la decadencia del sistema de feudos y el ascenso de los burgueses al dominio del Estado, el paradigma de valores cambió. Frente a la riqueza industrial urbana, los que viven por sus manos, los campesinos, pasaron a ser objeto de risa y ridiculización como paletos. Ahora bien, ser dueño de los propios medios de subsistencia, como lo son los que viven de la tierra, significa cierta independencia respecto a poderes ajenos, significa cierta potencia de libertad contrapuesta a un Estado burgués en expansión ávido de imperio, de dominio del comercio mundial, de explotación de nuevos territorios.
Desde el emblemático principio de su creación, la revolución francesa, el nuevo estado exhibió su voluntad de acabar con toda oposición a su designio: el dominio total sobre su pueblo. En la región de La Vandée explotó la ya entonces antigua fractura entre el campo y la ciudad. El detonante insoportable fue la leva masiva de hombres para alimentar el voraz ejército imperial. El levantamiento en armas (1793-1796) terminó en la aniquilación de 117000 campesinos, muchos mujeres y niños. Lo significativo de esta guerra es que tuvo carácter de exterminio, como consta en órdenes, proclamas y directrices de los dirigentes republicanos.
Mucho más masiva (como corresponde al cruento s. XX) son las deportaciones en masa en tiempos de Stalin y de Mao, con el objetivo de sustituir a los campesinos por instituciones estatales que hicieran posible la agricultura industrial. En ambos casos la consecuencia fue la mortandad de millones de personas. El marxismo había forzado la teoría para sumar para la causa a la clase campesina, cosa imprescindible en países con grandes masas rurales y con una clase obrera pequeña y localizada. Pero lo cierto es que el agente revolucionario por excelencia había de ser el proletariado, que solo podía unirse con el campesinado mediante una alianza táctica. Aunque figure una hoz en el emblema del Partido Comunista, el estado marxista nace con una desconfianza básica hacia una clase social capaz de vivir por sus propios medios sin la tutela del estado. En tanto que propietarios, los campesinos sólo podían ser “contrarrevolucionarios”.
En el otro lado del mundo, en los Estados Unidos, la dinámica del capital de concentración de la propiedad sobre la tierra tuvo un momento estelar en los años ’30 —muy bien descrita en Lasuvas de la ira, de John Steinbeck, llevada al cine por John Ford— merced a la cual los pequeños agricultores perdieron sus granjas y pasaron a convertirse en mano de obra y jornaleros de las grandes explotaciones.
Dichos procesos no han dejado de progresar hasta hoy en todos los países y han desembocado en la realización de la brillante máxima de Henry Kissinger de que quien controla el suministro de alimentos controla a las personas.
En España, Capital y Estado imponían a partir de finales de los ’50 del s. XX el éxodo de la población rural a las ciudades. Unos pocos datos que así lo dicen: en 1900 el 67 % de la población total vivía en y del campo; a mediados del siglo era el 50 %. En 1960 todavía representaba el 40 % de la población activa; en 1980 había bajado al 16 %, en 1993 al 9 % y el año pasado era sólo del 3,6 %. Cosa distinta es la población rural (personas empadronadas en municipios de menos de 30.000 habitantes y con una densidad de población inferior a 100 habitantes por km²) que es de siete millones y medio, el 16 % del total, repartida sobre el 86 % de la superficie del país. Pero bien es sabido que la vida rural poco se diferencia hoy de la urbana: ya todos somos ciudadanos.
En los ’80 los gobiernos del PSOE reforzaron el proceso de transformación de los agricultores que aún quedaban en empresarios agrícolas a través de las oficinas de Extensión Agraria con el reparto de subvenciones para “modernizar el sector”. La resultante buscada era generalizar la cosmovisión urbanita. La CEE por su parte atacó la reducción de la producción mediante compensaciones dinerarias al arranque de cultivos convirtiendo a los viejos agricultores en rentistas. Recientemente, la avalancha de normativas lleva directamente a la deslocalización de la producción a otros continentes. Está a punto de conseguirse el objetivo final: hacer imposible la vida independiente en el campo.
Sin duda, el ser urbano es más domeñable desde el momento en que ha perdido el control de sus suministros vitales. Para la expansión capitalista era necesario disponer de un ejército de demandantes de empleo, de vivienda, de servicios. Y la cultura urbana se presentaba superior a la cosmovisión rural. Campo o pueblo significaba atraso; la ciudad, progreso. La busca de una vida menos dura y mejor era la motivación económica; la psicológica, la percepción de que la vida campesina es inferior. La pobreza supuso el ataque material, la mofa el espiritual. Las gentes de la rus se dejaron arrancar de su tierra como malas hierbas y marcharon a perseguir el progreso.
En España, la primera generación, con el recuerdo fresco de una vida distinta y por muchos motivos valiosa, retornaba en vacaciones a “la casa del pueblo” por motivos sentimentales de recuerdo a las raíces, como quien visita las tumbas de sus antepasados. Las generaciones actuales no tienen casa ni pueblo al que visitar, por lo que se han implementado casas rurales en las que se contemplan gallinas tras una cerca, y rutas naturales por parques bien señalizados, o bien itinerarios deportivos donde vencer los escollos de natura. A todo ello se va como extraños, como turistas accidentales.
Nadie tiene inconveniente en calificar de demente la sociedad actual, universalmente urbana, extraña al contacto simbiótico con la naturaleza. No parece un calificativo exagerado a la vista de los resultados psicológicos, intelectivos y morales.
Una demencia neurótica señalada particularmente por debilidad emocional, ansiedad y depresión. Pero más grave todavía en lo hondo, hasta tomar carácter de disociación esquizofrénica, casi de delirio psicótico. El anhelo de aire y luz, de salud y de belleza, sigue vivo, a la par que las poblaciones pasan la vida en ambientes artificiales, feos y malos. Precisamos árboles, hierba, pero los acotamos en parques y jardines, no vaya a ser que nos invadan y nos peguen algo malo. El polvo es una amenaza, pero el asfalto no.
Los espacios fríos, muertos, han ido ganando terreno y amenazan con cubrirlo todo. Se construyen ambientes artificiales en lucha contra la entropía: el brillo y la línea como signos de lo inmutable creado por inmortales. Envueltos en ambientes de cristal y aluminio pretendemos rehuir la degradación que amenaza todo lo vivo. Nos rodeamos de cosas cuyo brillo sea fácil restituir, en loca lucha contra el cambio y contra el tiempo. También en los gimnasios bregamos sin tasa por mantener el lustre de una carne caduca.
Bajo la apariencia de una gran libertad, se encoge un ser esclavizado por el miedo, un ser aterrorizado por la perspectiva de morir. Bien que es un terror anestesiado con pociones de engorde del ego por todos los medios.
Así buscamos la juventud perpetua, así pretendemos ocultar la muerte. Así fabricamos la negación del cambio, que es la definición de lo vivo. Porque la naturaleza, la vida, la tierra, son cambio, incluido el que nos lleva a perecer.
Rehuyendo el miedo a la muerte, construimos sepulcros y nos ponemos a vivir en ellos.
Así de caro pagamos el extrañamiento de la tierra.
Los paletos serían unos ignorantes, claro. Despreciaban y admiraban juntamente a los intelectuales… y los preferían lejos. En su incultura, siempre fueron desconfiados de las panaceas prometidas. Y muy descontentadizos de cargar sobre sus esforzados lomos el mantenimiento de las parásitas ciudades. Incívicos, se mostraban reacios a aceptar normas (que siempre iban acompañadas de gabelas) que vinieran de fuera de su angosto mundo. Y tercos en su apego a las costumbres heredadas.
A la vista de todo ello, y del papelón que los líderes de opinión vienen haciendo en los últimos tiempos, y del despeñadero al que la intelligentsia mundial quiere conducirnos, parece de lo más sensato estudiar la carrera de paleto, cuya sede universitaria está en la ancha madre tierra toda, para recobrar la lucidez y la cordura.
Antonio de Murcia, 28 julio ‘24.
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