Por Antonio Hidalgo Diego
Tiempo estimado de lectura: 20 min
Quien no llora, no mama. Pero quien llora mucho es un llorica y el que mama es un mamón.
La humanidad, como bien supieron vaticinar los “sabios” darwinistas del diecinueve, no ha hecho más que “evolucionar”, y como resultado de este “progreso” hemos alcanzado un nuevo estadio que podríamos denominar «lactante». Hace mucho que la sociedad dejó de ser tediosamente adulta, así que conformada por individuos responsables, autosuficientes y libres, para rejuvenecer transformada en una sala hospitalaria de neonatos prematuros, pedigüeños, cagones y a medio cocer. Nos falta un hervor. Como le falta un hervor al sujeto que sujeta la pancarta de la imagen de la entradilla en la que manifiesta su amor incondicional a un Estado que reprime sus libertades y atenta contra su vida. España me pega porque me quiere, porque le importo, se autoengaña el derechista maltratado. Es una pena que el Ministerio del Interior no haya puesto a su disposición un número de teléfono de atención a los votantes que sufren «violencia de Estado».
Siendo un pequeño mamón acudí a mi primera manifestación en brazos de mis padres, un acto de masas en el que se exigió algo tan alejado de nuestros intereses como la aprobación del Estatut d’autonomia[1]. Esa movilización de protesta había sido convocada por los dirigentes del Estado español en Cataluña, una mafia de ricachones liderada por el corruptísimo banquero Jordi Pujol[2] y su sacrosanta esposa, la racista Marta Ferrusola[3]. Como resultado de este acto multitudinario, el populacho legitimó un régimen político que, cuarenta y cinco años después, sigue mostrándose como el segundo tinglado más corrupto de la España de las autonomías, el llamado «Oasis catalán»[4].
Ya crecidito, mi segunda manifa fue con quince años de edad. Los profesores-funcionarios del instituto Terra Roja de Santa Coloma de Gramenet, donde me saqué el bachillerato, organizaron una protesta reclamando vallas. ¡Queremos vallas!, gritábamos los chavales, eufóricos por perder un día de clases. Altas vallas para que el centro de enseñanza se pareciera un poco más a un recinto penitenciario y para que los toxicómanos no se colaran en el interior de la escuela para pincharse. Como era de esperar, la “espontánea” movilización de los adolescentes colomenses para ponerle puertas al campo fue todo un “éxito”: a las pocas semanas teníamos unas flamantes vallas… que fueron agujereadas unos días después.
Cuando tenía veintiséis, los obreros de Seat cortamos la A-2 a la altura de Martorell, realizamos varios días de huelga y nos manifestamos en Barcelona porque la empresa quería recortar la plantilla. Unas semanas después se llevó a cabo una negociación entre la propiedad y los representantes sindicales de Comisiones[5], U.G.T. y C.G.T. en un hotel de cinco estrellas donde no faltaron la comida, la bebida y las prostitutas[6]. Resultado: varios cientos de trabajadores de Seat se quedaron sin trabajo. Fueron despedidos poco a poco, día a día, a lo largo de meses, sin avisar, sembrando el pánico entre los obreros que temían ser los siguientes en ser despedidos; siempre al inicio del turno de mañana, enterándose de su nueva situación de desempleados al no poder acceder al recinto industrial tras pasar su tarjeta por el torno de la entrada; siendo custodiados hasta la calle por los seguratas que impedían que los gritos de protesta de los nuevos parados contagiaran a sus somnolientos compañeros que, paralizados por el miedo al desempleo, giraban la cara y subían las escaleras que les conducían al matadero de la línea de montaje.
La última manifestación a la que he asistido -y asistiré- se produjo en el transcurso de la “letal epidemia” de constipado asiático. Ni el ballet Bolshói de Moscú hubiera sido capaz de representar una coreografía tan acompasada; a las inequívocas señales de los antidisturbios de los Mossos d’Esquadra le siguieron los precisos movimientos de violencia callejera gratuita de un conjunto de manifestantes con la cara tapada (policías de la secreta) que tiraron petardos y piedras con tan mala puntería que no llegaron a impactar contra los agentes uniformados. Esta performance sirvió de excusa a los policías que, armados hasta los dientes, emprendieran una carga violenta contra el resto de manifestantes, los que no tirábamos piedras, los mismos que intentábamos salir de esa ratonera llamada Plaça de Sant Jaume que tenía las salidas taponadas por las lecheras de los Mossos y donde, qué casualidad, residen los poderes autonómico y municipal en Barcelona[7]. Unas instituciones que, por cierto, nunca escucharon nuestra voz de protesta y continuaron implementando la demente dictadura sanitaria en curso.
A las manifestaciones, igual que a una entrevista de trabajo, igual que a la oficina del director de una entidad bancaria, igual que al comedor social de Cáritas se va a mendigar, lo que resulta en dependencia, sumisión y pérdida de dignidad. Llorar para que te den es suplicar por unas cadenas y reconocer la autoridad del que tiene poder. Algunos antropólogos consideran que el origen de las jefaturas se encuentra en las sociedades que reconocieron a un «gran hombre», un listillo que, a base de trabajo o persuasión, conseguía acaparar un mayor número de bienes de consumo que luego compartía “generosamente” con un populacho agradecido en el transcurso de grandes banquetes que él mismo organizaba y en los que conseguía ser reconocido como máxima autoridad de su comunidad, entre aplausos y vítores[8].
Después de un tiempo recibiendo comida gratis, el animal de granja, cebado y domesticado, ha mordido el anzuelo y baja la guardia; dependiente e indefenso, no entiende porqué su depredador, el antaño benefactor, se abalanza sobre él con aviesas intenciones. La presa, incauta, deja de ser un objeto consumidor para convertirse en objeto de consumo. Al votante, siempre engañado, solo le queda suplicar por sus “derechos”, exigir que se apliquen las leyes, añorar los tiempos en los que el estado de bienestar era generoso y en los que la policía se presentaba ante él con una sonrisa en los labios dispuesta a ayudarle a cruzar el paso de peatones. Cuando la riqueza escasea y el gran hombre está afectado por la senilidad y la decadencia, como ocurre con los actuales Estados europeos, sus electores tienen que competir por las migajas y arrastrarse como gusanos pidiendo una mejora salarial, un puesto de trabajo, una paguita o un “derecho inalienable” que el mismo que nos lo concedió, por los siglos de los siglos, nos ha arrebatado.
En los últimos lustros, las manifestaciones han sido cada vez más multitudinarias, en tanto que las convocan unos poderes recrecidos que se valen de la cada vez mayor influencia de los medios de comunicación de masas y las redes sociales. El rebaño crece en número y obediencia. Que la mayor parte de la población viva en ciudades no hace más que mejorar los números de asistencia a esas movilizaciones que se dicen “populares” pero son en verdad «populacheras», en tanto que están orquestadas por minorías de poder que usan a las masas para conseguir sus objetivos estratégicos o enfrentarse a otros grupos de poder de las oligarquías estatales. Que el éxito o la legitimidad de una protesta se mida por el número de zombis que agitan una bandera es una falacia ad populum, fiel reflejo de una sociedad de mala calidad.
En su obra más conocida, La rebelión de las masas (1929), José Ortega y Gasset define al «hombre-masa» y le señala como responsable del auge de los nefandos totalitarismos del siglo pasado, fascismo, bolchevismo y nacional-socialismo. Los hombres-masa son un marasmo de «individuos sin calidad», sin criterio, sin libertad interior, aquejados de un «yo vacío» que, guiados por aquellos que les prometen una vida cómoda o mejor, se convierten en «muchedumbre» usada como arma arrojadiza con el objetivo de desgastar o deponer gobiernos. Ortega, burgués, alto funcionario del Estado español y colaborador de la infausta Segunda República primero, y de la ominosa dictadura franquista después, tenía miedo de que estas masas, tan útiles a los objetivos estratégicos del Estado para el que trabajaba, escaparan al control de las minorías que las teledirigen desde los foros de la prensa escrita y la radiodifusión (hoy, la televisión e Internet) y protagonizaran una verdadera revolución[9]. El temor que mostraron intelectuales del poder como Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno a que se produjera una “rebelión de las masas” era del todo infundado, como podemos atestiguar un siglo después. Al carecer de calidad moral, intelectual y espiritual, las acciones de los manifestantes que gritan a coro lemas y consignas elaboradas por otros solo puede desembocar en el establecimiento de regímenes brutales que, con un discurso populista que promete igualdad, grandeza o abundancia, persiguen la libertad individual y el pensamiento libre.
Hemos visto manifestaciones de millones de catalanes reclamando algo tan poco revolucionario como es un Estado, uno propio, pero hecho a imagen y semejanza del «Estado opresor», solo con la intención de tapar el escándalo de corrupción de Pujol y sus secuaces. Al mismo tiempo, vimos manifestaciones de catalanes españolistas gritando vivas a la Guardia Civil, el cuerpo policial más homicida de la historia de España. Hemos visto infantiloides manifestaciones a favor de la religión del cambio climático, grotescas astracanadas del “orgullo gay”, odiosas concentraciones androfóbicas de colectivos feministas y sonoros aplausos balconeros dirigidos a los integrantes de un sistema sanitario que colaboraba en el establecimiento de una dictadura de influencia china en la que se abolieron los derechos de asociación y circulación, al tiempo que se forzaba a la población, niños y embarazadas incluidos, a inocularse un veneno experimental de consecuencias imprevisibles. Hemos visto revoluciones de colores en Ucrania que han precedido a una terrible guerra imperialista en la que están muriendo cientos de miles de personas. Hemos visto manifestaciones pacifistas (¡No a la guerra!) programadas por un partido político que nos metió en la O.T.A.N., el ejército más criminal de la historia de la humanidad. Y en las últimas semanas, hemos visto manifestaciones de protesta contra un infame gobierno de izquierdas, protagonizadas por votantes de la derecha que aspiran a ser sometidos a la voluntad de otro gobierno que será igualmente infame.
Podríamos pensar que, como las sociedades europeas y el ser humano actual, los manifestantes han ido degenerado con el paso del tiempo. Pero las concentraciones de protesta siempre han tenido esta naturaleza, desde sus inicios. Relata Charles Tilly en Contentious Performances (2008) que las primeras manifestaciones nacieron entre los siglos dieciocho y diecinueve, cuando los primeros medios de comunicación imponían su opinión a las masas y las revoluciones liberales acrecentaban el poder de los Estados a costa de la pérdida de la soberanía de los pueblos europeos. El pueblo había dejado de ser «pueblo», al perder su cultura y mismidad, para convertirse en un «populacho» patriótico que, de manera más o menos crítica, se sumaba al proyecto ideológico del estado nación. La primera manifa de la historia se orquestó en Inglaterra, en 1768, y su motivo fue el de apoyar a un parlamentario burgués de discurso radical llamado John Wilkes, partidario de la libertad de prensa (de la misma prensa que había convocado las protestas) y del derecho más insustancial que se haya otorgado jamás, el sufragio universal. La segunda gran manifestación de ese país, en 1816, reunió a más de cien mil veteranos de las guerras napoleónicas que exhibieron su patriotismo ante la mirada del rey Jorge. La tercera manifestación de la historia británica, siempre en base al estudio histórico de Tilly, provocó la llamada «Masacre de Peterloo» de 1819, con cientos de muertos masacrados por el ejército, pobres diablos que fallecieron reivindicando algo tan inerme como el derecho al voto, hoy fundamental en el sostenimiento de los actuales regímenes políticos de dominación. La cuarta gran manifestación de la historia del Reino Unido se produjo en 1820 en favor de la «reina agraviada», Carolina de Brunswick.
Solo por imitación de este modelo de movimiento de masas auspiciado por el Estado y apoyado en festividades religiosas o conmemoraciones militares, los líderes sindicales de los trabajadores industriales de Gran Bretaña comenzaron a organizar las primeras manifestaciones obreras en la década de 1820. El interés de las organizaciones sindicales centralizadas era canalizar el descontento de un proletariado explotado que se había entregado al sabotaje, el ludismo y la violencia contra los patrones. Vincent Robert[10] asegura que esas concentraciones de protesta estaban fomentadas y toleradas por los poderes estatales, al menos hasta la década de 1880, cuando se produjeron masacres indiscriminadas como el Bloody Sunday, el «Domingo sangriento» de Londres del trece de noviembre de 1887. Tras estos episodios, las organizaciones sindicales que convocaban los actos de protesta se cuidaban mucho de reclamar solo aquello que las autoridades competentes estaban dispuestas a reconocer, desde el derecho al voto a la reducción de la jornada laboral. Ya en 1909, las protestas suscitadas por la ejecución del pedagogo Francesc Ferrer i Guàrdia en Cataluña contaron con un servicio de orden interno que evitó cualquier exceso o demanda inapropiada por parte de unos obreros barceloneses todavía exaltados por la revuelta popular que habían protagonizado unos días antes, la llamada «Semana Trágica» de Barcelona. La organización de esta manifestación fue la manera que encontró el Estado español de encarrilar el descontento popular de un pueblo que había emprendido un proceso revolucionario y antimilitarista en verano de 1909.
La manifestación es una herramienta útil para los que viven de su pertenencia a un sindicato, oenegé o partido político. La manifestación es una forma de protesta reformista de personas que aceptan el orden estatal y capitalista y aspiran a mejorarlo, así que a consolidarlo y fortalecerlo. La manifestación es la manera que tienen las autoridades de controlar la indignación popular antes de que derive en una transformación social significativa. Como el trabajo asalariado, la manifestación es una forma de dominación, en tanto que el operario no participa de modo alguno en la organización, estrategia y orientación del acto de protesta, sino que, alienado, se limita a repetir consignas, aguantar la pancarta y desfilar sumisamente tras los pasos de sus líderes, solo a cambio de una limosna. Desde el punto de vista de la estrategia miliciana, cualquier manifestación es un contrasentido; los manifestantes, lejos de beneficiarse del factor sorpresa y del conocimiento del terreno, convocan y publicitan el acto con anticipación, acuden a la concentración desarmados y desprotegidos, carentes de cualquier organización de combate, táctica y formación, y se concentran en el centro de una ciudad, frente a la sede de poder de su supuesto enemigo donde son -o pueden ser- acorralados, identificados, detenidos, gaseados, aporreados, rociados con chorros de agua a presión o disparados con diferentes tipos de munición. Acudir a una manifestación es como escribir una carta a los Reyes Magos sabiendo que nos van a traer carbón.
¡No a las manifestaciones! ¡Hagamos la revolución![11]
Antonio Hidalgo
[1] Manifestación de la Diada del once de septiembre de 1979.
[2] El juez José María de la Mata Amaya, titular del Juzgado Central de Instrucción número cinco, consideró en julio de 2020 que la familia Pujol Ferrusola conformaba una asociación ilícita y criminal destinada al blanqueo de capitales, falsedad documental y fraude a la Hacienda pública. Fuentes policiales estiman que el dinero sustraído de manera ilegítima por la familia Pujol ronda los 500 millones de euros; el partido Ciudadanos estimó que el montante ascendía a 2.500 millones; se sabe que la cuenta bancaria de los hermanos Pujol Ferrusola en Suiza contaba con 137 millones de euros de dudosa procedencia. El Periódico (29-11-2017), La Sexta (15-10-2021) y Libertad Digital (3-8-2014).
[3] Además de mentir como una bellaca asegurando que su familia vivía prácticamente en la indigencia «(mis hijos) van con una mano delante y otra detrás» o «no tenemos ni un duro» [frases traducidas del catalán], Marta Ferrusola también dejó numerosas sentencias de corte racista dirigidas contra inmigrantes extranjeros o procedentes de otras zonas de la península, como cuando criticó al expresidente de la Generalitat, José Montilla, por no hablar bien el catalán y por haber nacido en Andalucía («me molesta mucho», confesó). Curiosas declaraciones las de la primera dama, siendo toda la familia materna de Marta Ferrusola originaria de Daroca (Aragón).
[4] Solo los 3.000 millones de euros del caso de los ERE en la comunidad autónoma de Andalucía, un caso de corrupción vinculado en esta ocasión al Partido Socialista, superaría el montante de dinero apropiado indebidamente por el clan mafioso de los Pujol en Cataluña. Telecinco, 23-3-2023.
[5] Recuerdo que un compañero de trabajo de la línea dos del taller ocho de Seat de origen marroquí hacía frecuentemente un chiste con el nombre del sindicato CC.OO. Mientras pronunciaba la palabra «Comisiones» con una sonrisa en la boca, hacía un gesto con los dedos que simboliza «ganar dinero con avaricia».
[6] La famosa negociación sindical en el hotel de las putas era vox populi durante las conversaciones de la parada del bocadillo.
[7] Recomiendo la lectura de mi artículo Definición de las ratas publicado en la revista Amor y Falcata (28/12/2020), en el que resalto cuán absurdo y contraproducente resulta organizar una manifestación en una plaza con pocas salidas que suele estar sitiada por los antidisturbios de la policía.
https://amoryfalcata.wordpress.com/2020/12/28/definicion-de-las-ratas/
[8] Consultar la obra A Solomon Island Society: Kinship and Leadership Among the Sivai of Bouganville (1955) de Douglas Oliver y el artículo Poor Man, Rich Man, Big Man, Chief: Political Types in Melanesia and Polinesia (1963) del antropólogo norteamericano Marshall Sallins.
[9] No solo José Ortega y Gasset tenía miedo de que las masas acabaran con el hobbesiano orden estatal. Otro intelectual veleta contemporáneo de Ortega, Miguel de Unamuno, escribió: «Se conducen bien las aguas; pero cuando la cañería se rompe, no hay manera de encauzarlas. Igual que ocurre con las masas, es peligroso movilizarlas, porque nadie puede vaticinar adónde llegarán en definitiva». Referenciado en la obra En el torbellino, Unamuno en la Guerra Civil (2018) de C. Rabaté y J.C. Rabaté.
[10] Les chemins de la manifestation (1848-1914) de Vicent Robert (1996).
[11] En los próximos días se publicarán las Bases para la Revolución Integral donde se concreta el ideario y naturaleza transformadora del Movimiento por la Revolución Integral del que participo.
Añadir comentario
Comentarios