La agonía del eros

Publicado el 8 de septiembre de 2024, 17:40

Por Antonio Hidalgo Diego

Canecillo románico de la iglesia (lugar de la asamblea) de Santa María de Yermo, Cantabria, siglos XII-XIII.

Hubo un tiempo en el que las parejas se amaban y copulaban, en vez de trabajar sin descanso, viajar sin rumbo, comer como cerdos y discutir por tonterías.

 

[Tiempo estimado de lectura: 30 min]

 

Pasar una semana de mis vacaciones en compañía de dos sobrinas adolescentes convalida un curso intensivo de Introducción a la música comercial actual, básicamente reggaetón, dembow y un poco de trap. ¡Qué lejos quedan los años 90 del siglo pasado, cuando mis compañeras de colegio cantaban a coro en el autocar de las excursiones las canciones del primer disco de Eros Ramazzotti! ¿Cuál es la diferencia entre el reggaetón actual, portorriqueño o colombiano, y las antiguas baladas italianas? Que, tal vez por influencia de su premonitorio nombre, las canciones de Eros enseñaban a las muchachas noventeras las bondades del amor romántico, cierto es que excesivamente pudoroso por causa de la alargada sombra de la Iglesia católica en la Italia de entonces; mientras que nuestros jóvenes de hoy, los pocos que hemos conseguido engendrar, golpean sus tímpanos y mancillan sus almas con letras poco elaboradas y peor compuestas que repiten machaconamente frases como «vamos a chingar», imperativo que escuché decenas de veces a lo largo de toda la semana. ¿El martinete que, desde las disqueras de Miami, me exhortaba a follar como una cerda en celo me ayudó a tener una vida sexual más activa? No. Desgraciadamente no chingué ni una sola vez. Al parecer, la llamada al fornicio de los cantantes caribeños, o su obligación de facto más bien, tan grosera y explícita, tan carente de erotismo y seducción, tan falta de ética como de sensibilidad, actúe en nuestro cerebro de la misma forma como lo hacía el bromuro que le mezclaban en el rancho a los jóvenes reclutas del servicio militar franquista. Así que con la pornográfica banda sonora de fondo de J. Balvin, Karol G., Anuel AA y Myke Towers retumbando en mis oídos, intentaba leer el librito La agonía del eros (Herder, 2012) del surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han que, por sus elegantes fotos de Google, también tiene cara de chingar poco.

 

Comienzo la reseña del ensayo filosófico La agonía del eros con una alegoría. Cada uno de nosotros sería una isla, un individuo solitario que contempla en la lontananza cómo las olas, los envites de la vida, golpean con furia nuestras costas. Al mismo tiempo, la marea embiste con fuerza el litoral de las islas vecinas con las que compartiríamos un archipiélago de la Soledad… si no fuera porque podemos tender puentes con nuestros próximos y convertir el espacio que nos separa en un mar de la Convivencia. De la con-vivencia o de la contra-vivencia, porque no se puede pasar por alto que existen dos tipos de puentes: los puentes del interés, motivados por la codicia y la voluntad de poder, esa que motiva a muchos a someter al otro por considerarlo una mina a la cual explotar o vampirizar; y los puentes del amor. Esta tesis que acabo de resumir es la misma que articula mi único libro, El Minotauro en Alcàsser. Crimen sádico, voluntad de poder y feminismo de Estado (Editorial Bagauda).

 

Decidí dar comienzo a esta obra con una sentencia de Carl G. Jung: «cuando el amor es la norma no hay voluntad de poder y donde el poder se impone el amor falta», frase similar a otra que cita Byung-Chul Han en La agonía del eros, recogida del libro El tiempo y el otro de Emmanuel Lévinas. Es la siguiente: «la esencia del otro es la alteridad. Por ello, hemos buscado esta alteridad en la relación absolutamente original del eros, una relación que no es posible traducir en términos de poder». Amor y poder son antónimos, porque el amor consiste en cultivar, crear vida, y el poder se basa en depredar, así que arrasa con todo. Solo los que confunden amor con joder, es decir, con poder, pueden expresar el amor erótico a través de términos como poseer, tal y como nos previene Lévinas. Al mismo tiempo, si buscamos la relación con el otro porque nos «empodera», nos «realiza», nos aporta estabilidad económica y emocional o nos permite disfrutar de nuevas e instagrameables experiencias, eso no es amor, sino una de las muchas formas que adquiere La voluntad de poder (biblia del odio escrita por Friedrich Nietzsche). El erotismo solo puede fructificar en una tierra cultivada en común, con amor; la tierra malvendida por necesidad o conquistada por la fuerza solo es apta para la prostitución y la violación; la tierra que no se labra en compañía se acaba convirtiendo en un yermo, estéril.

 

Sócrates definió a la persona amada como «atopos», «no lugar», porque es otra y no yo, es desconocida, pero ocupa un lugar en el que queremos estar. Y si queremos estar con el otro respetando su libertad individual, su esencia, compartir su vida y hasta su alma, debemos aprender a renunciar, a servir, a complacer («compartir con placer») y también, como se lamentaba Marsilio Ficino en De amore: comentario al «Banquete de Platón», aprender a «enajenarnos de nuestra propia naturaleza para traernos la extraña». Renunciar para compartir requiere de una generosidad inimaginable en una época, la nuestra, en la que predomina el narcisismo, situación de la que se lamenta Byung-Chul Han. Éste afirma que la sociedad actual «contempla la alteridad como negativa porque rige su propio mundo al margen de nuestros deseos»; también asegura que «el narcisismo no es una forma de amor propio. El narcisista considera al otro como negativo porque es una forma distorsionada, imperfecta, de sí mismo, diluyendo el límite entre el yo y el otro, así que no sabe quién es». El narcisista es incapaz de amar a los demás, así que también es incapaz de amarse a sí mismo. Algo parecido pasa con la cercanía que proporcionan las tecnologías de la información, las redes sociales y la exposición pública: el otro está tan desnudo y a nuestro alcance que deja de ser otro para desaparecer, convertido en un espejo que refleja lo que queremos ser. La erosión del otro causada por el narcisismo propio de la sociedad capitalista es la primera causa de la agonía del eros.

 

La segunda causa de la agonía del eros es el agotamiento, otro elemento clave de la economía-tiranía capitalista. El sujeto del rendimiento de Han no trabaja porque debe, sino porque puede, porque se «empodera», se «libera» a través del salariado, reservando toda su energía vital, todas sus horas, a la producción económica, a costa, eso sí, de pagar el alto precio que supone renunciar a la vida íntima y relacional, amorosa y sexual, a la maternidad/paternidad y hasta a la crianza de sus propios hijos. El romanticismo del XIX simplificó el amor para reducirlo a una simple evasión de las penalidades del capitalismo industrial, y así fue hasta los tiempos de Eros Ramazotti; el neoliberalismo del siglo XXI que denuncia Han ha asesinado cualquier forma de amor, «el opio de las mujeres» tal y como anunció hace unas décadas la demente feminista Kate Millett. Y es que el amor es un estorbo disfuncional en la consecución de los objetivos de producción de la gran empresa capitalista, que propone como alternativas la soledad erótica, la masturbación, la prostitución o el sexo casual (sexo basura), aspecto que pone de manifiesto que el trabajo asalariado es una forma, actualizada y perfeccionada, de esclavitud. A los esclavos de la Antigüedad tampoco se les permitía tener familia para que todo su tiempo lo dedicaran en exclusiva a servir a sus amos.

 

Muchas son las maneras que usa el sistema de dominación para dinamitar los puentes del amor: jornadas laborales y estudiantiles interminables y agotadoras, pornografía gratuita y deshumanizadora, propaganda masiva y asfixiante para inculcar el feminismo y la ideología de género, etc. Una de las trabas al amor que sí se atreve a denunciar Byung-Chul Han es la obsesión por la codificación y la planificación, tan propias del régimen capitalista dependiente de la regulación de las leyes del Estado; una ideología, el capitalismo, que antepone la cantidad de lo cuantificable y consumible a la calidad de lo que verdaderamente alimenta nuestro espíritu. El amor es incontable, pues la seducción erótica nos eleva de una forma tan magnífica que no puede ser tasada, comprada, vendida o secuestrada. El amor es un misterio, un abstracto, «una sin razón que nos invade y nos hiere» (Lévinas), que tanto nos da como nos quita, que nos conduce al éxtasis para luego dejarnos tirados en la cuneta de la más profunda decepción. El sistema de poder, antítesis del amor, no puede competir con esta forma sublime de relación interpersonal, así que no puede más que actuar de forma diabólica («lo que separa»), evitando a toda costa que nazca o se mantenga el amor entre sus contribuyentes, y lo consigue por medio de todos sus instrumentos, legislativos, policiales y propagandísticos.

 

Una vez conseguido este propósito infame (impedir el amor), la pareja de enamorados Estado-capitalismo pergeña alternativas al amor erótico para que la masa de seres nada no se desplome y siga produciendo-consumiendo. Pero como el eros es tan excelso, el aparato de poder solo es capaz de producir sucedáneos, cierto es que asépticos y analgésicos, pero tan insignificantes como tristes e insatisfactorios. Unos sustitutivos que, a diferencia del amor humano, sí pueden mercantilizarse, como las aplicaciones de ligoteo que están sustituyendo al arte de la seducción, los puticlubs de carretera que combaten con abuso a la mujer prostituida y frustración para el cliente la incomprensión amatoria, los ridículos «juguetes eróticos» que proporcionan orgasmos enlatados o el consumo de pornografía audiovisual, el «sexo muerto» al que hacía referencia Jean Baudrillard en Las estrategias fatales. Byung-Chul Han acierta, aunque solo en parte porque peca de pacato, cuando asegura que «el amor se ha domesticado, convertido en fórmula de consumo […] se ha domesticado renunciando a la pasión y a los riesgos que entraña […] se ha positivizado en forma de sexo […] algo consumible, calculado y placentero». Porque, ¿a qué tipo de sexo hace referencia Han, al sexo que aviva la llama del amor erótico o al sexo basura capitalista? Solo este último es repudiable.

 

Han, en cambio, acierta de lleno cuando afirma que «al amor de hoy le falta toda trascendencia y transgresión», aunque es una pena que para justificarse tenga que citar la obra Erótica de la transgresión, del también demente Georges Bataille. El erotismo requiere del juego de lo prohibido, del secreto, de saber moverse en los márgenes de las normas sociales y de la penumbra de la noche: «descubriré / que el amor es mejor / cuando todo está oscuro» (canción Mi gran noche, creada por Salvatore Adamo e interpretada por Raphael). El sexo público, el de «lo personal es político» (Carol Hanisch), el de las funcionarias de género y los puntos violeta, el del porno, el de los talleres de educación sexual para niños, el sexo seguro o sexo de ambulatorio, regulado, codificado, pactado, sin alma ni sentido, no es más que propaganda biopolítica castradora, sexo espectáculo, una forma de exhibicionismo narcisista, solipsista y teatrero, que es la misma inmundicia que practicaba el marqués de Sade en sus sangrientas y multitudinarias orgías del castillo de La Coste. Incluso las supuestamente transgresoras prácticas sadomasoquistas que relata la novela superventas Cincuenta sombras de Grey, de E. L. James, están reguladas al extremo, carentes de toda sorpresa, espontaneidad y libertad de decisión, una «dulce tortura» que, según Han, pretende que «incluso el dolor ha de poder disfrutarse», algo consustancialal orden de dominación actual, el mismo que reproduce en serie personas timoratas, sin iniciativa, obedientes, sumisas, masoquistas, hedonistas, felicistas y positivistas. La comercialización y «domesticación del amor», su reducción a «fórmula de consumo» y estrategia biopolítica constituyen la tercera causa de la agonía del eros.

 

El tabú del sexo ha sido sustituido en esta desorientada sociedad que nos ha tocado sufrir (y, por tanto, revertir) por el tabú de la muerte. Antaño, se hablaba de la muerte, propia y ajena, pero del sexo nadie hablaba, posiblemente porque la gente prefería practicarlo que no explicar en público sus experiencias y fantasías más extremas, muchas veces inventadas y no pocas veces traumatizantes. Mientras Hablemos se sexo (primer programa televisivo de educación/adiestramiento sexual), esconderemos la muerte debajo de la alfombra, como si no existiese; al mismo tiempo, cada vez más personas la buscan de manera enfermiza a través del suicidio, directo e indirecto, porque no saben qué hacer con sus vidas y porque carecen de las bondades del erotismo, creador de vida y antídoto contra la pérdida de las ganas de vivir. En este trastocado intercambio de papeles sexo-muerte, el sistema de poder se empeña en apestar la sexualidad desvinculándola de la erótica creadora de vida, relacionándola con prácticas aberrantes, satanizando el sexo heterosexual («toda penetración es violación») y espantando a la gente con el pánico a las enfermedades de transmisión sexual. Confundimos la muerte con la vida y la vida con la muerte, lo que no niega que ambas realidades inexorables estén estrechamente relacionadas. ¿Qué sentido tendría la una sin la otra?

 

Es sabido que la libido se dispara en situaciones de crisis, como demuestra el auge de la vida sexual y de la natalidad en tiempos de guerra, situación magníficamente reflejada en el Decamerón de Bocaccio, narración que explica cómo un grupo de jóvenes de ambos sexos se animan y dan vida a su encierro voluntario provocado por una epidemia de peste estimulando su imaginación con relatos de naturaleza erótica. Compuso Luis Eduardo Aute en su poema Al alba (recomiendo escucharlo a través de la voz de José Mercé), «presiento que tras la noche / vendrá la noche más larga, / quiero que no me abandones / amor mío, al alba». La muerte está a la vuelta de la esquina y, como dice Han, tenemos que aprender a cerrar, a dar una conclusión a nuestra vida, dotarla de sentido en un tiempo en el que todo queda abierto, indefinido, en que nos asentamos precariamente en principios líquidos, razón por la que Aute cantaba «los hijos que no tuvimos / se esconden en las cloacas, /comen las últimas flores, / parece que adivinaran / que el día que se avecina / viene con hambre atrasada». ¿Qué sentido tiene la muerte tras una vida (no vida) sin amor, sin trascendencia, sin erotismo? Olvidar que vamos a morir y vivir una vida sin sentido ni trascendencia es la cuarta causa de la agonía del eros.

 

Byung-Chul Han asegura que «eros y depresión son opuestos entre sí. El eros arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce afuera, hacia el otro, evitando que se derrumbe en sí mismo». El sujeto narcisista de la actualidad es de naturaleza depresiva, porque está cansado de sí mismo, porque su vida solitaria no tiene sentido, así que se entrega a los brazos de la muerte, renunciando al erotismo. Han pone de ejemplo la película Melancolía, de Lars von Trier, en la que su protagonista, Justine, «liberada de su prisión narcisista», supera su depresión cuando se convierte en amante, en ser que entrega amor a sus semejantes de forma desinteresada. El cambio radical en la vida de Justine se produce, no por casualidad, en medio de una gran catástrofe que aboca a la humanidad a una muerte segura, la misma muerte segura que nos llegará individualmente a todos nosotros y que, antiguamente, estimulaba el amor erótico. Cuando nos cercioremos que somos mortales, finitos, y que el Estado de bienestar no puede mantenernos a perpetuidad en un abúlico estado de vida abundante (pero vida no vivida), recuperaremos el deseo erótico perdido. Y es que la abundancia material, la gula, el exceso de comida, de bebida, de comodidad material y de seguridad suponen la tumba del eros, y es también el quinto elemento responsable de su agonía. Una imagen que aparece en la película Melancolía, y que describe Byung-Chul Han en su ensayo, es la pintura El país de Jauja, de Peter Brueghel el Viejo, en la que se muestran seres apáticos, agotados por la saciedad, habitantes de un «infierno de lo igual» (Han) causado por la positividad de una sociedad herida de muerte por ausencia de propósitos trascendentes por los que luchar.

 

Creamos vida para trascender, y para ello nos servimos del amor erótico. Pero para poder trascender hay que transgredir el orden establecido, por naturaleza inmóvil, razón por la que la obediencia, la aceptación de las cosas tal y como están, desactiva el deseo erótico, creador de vida. Si las decisiones las toma una minoría en nuestro nombre nos acomodamos y olvidamos dirigir el rumbo de nuestras vidas, tomar nuestras propias decisiones conforme al libre albedrío, y acabamos deprimidos porque carecemos de iniciativa. El poder siempre es destructor, es Tánatos, la personificación griega de la muerte, mientras que la libertad es constructora de vida, es Eros, dios del amor y la atracción sexual. G. W. F. Hegel decía que el esclavo era tal porque aceptaba la ausencia de libertad a cambio de conservar la vida, pero no una vida de verdad, sino la mera vida, un «permanecer en sí mismo dentro de la muerte» (Lecciones de Estética, Hegel). El esclavo de antes, o el asalariado de ahora, niega la vida verdadera por aferrarse a la mera vida, así que es incapaz de protagonizar alguna experiencia erótica, creadora de vida; como es un superviviente, un «no muerto», es incapaz de «renunciar a la conciencia de sí mismo» para vivir el amor como un nosotros, aceptando el «don del otro» (también Hegel). El hombre europeo actual, infantilizado y narcisista, sumiso y cobardica, contempla pasivamente el rumbo que toma su propia vida en función de la razón de Estado, al tiempo que presencia con indiferencia cómo la mujer europea prefiere engendrar hijos con hombres llegados de otros continentes, más vivaces y transgresores, dotados de iniciativa, audaces, aunque no siempre amorosos. La ausencia de libertad es la sexta causa de la actual agonía del eros, tal vez la más importante.

 

El amor erótico es una narración que explica y da sentido a nuestro mundo, repleto de datos e informaciones inconexas. El erotismo es el ritual que da sentido a la vida, hoy sustituido, más bien profanado, por el sexo basura, mera acumulación egotista de datos y experiencias poco, o nada, significativas, pura entropía. Para dotar de orden y sentido a nuestra experiencia amorosa, para que sea trascendente, Buyng-Chul Han se viene arriba asegurando que «la acción política como un deseo común de otra forma de vida, de otro mundo más justo, está en correlación con el eros en un nivel profundo». Para emprender un proyecto común, y que éste tenga éxito, es necesario crear lazos amorosos, pero también es perentorio proteger el fruto de tu trabajo, y eso implica asumir riesgos. Arriesgar la vida, por qué no, aunque nunca con fines egoístas o suicidas, sino revolucionarios: estar dispuesto a entregar la vida como el más elevado acto de amor a tus hijos, a tu gente, tal y como hizo Jesús de Nazaret. ¿Qué sentido tiene una vida común amorosa en un mundo indeseable?, debió preguntarse George Orwell mientras escribía la historia de amor (y de liberación política) que compartieron Winston y Julia, personajes de su novela 1984«Bajo el efecto de un encuentro amoroso, y si quiero serle fiel realmente, debo recomponer de arriba a abajo mi manera ordinaria de «habitar» mi situación [se trata de la] fidelidad trascendental», según palabras de Alain Badiou recogidas en su obra Elogio del amor. Así que debemos recomponer el espacio que habitamos, mejorarnos como seres humanos y luchar para construir una sociedad de calidad, ¿o es que acaso las cebras dejan de parir a sus criaturas en medio de la sabana porque haya leones y hienas al acecho? La indolencia, el conformismo, la adicción a los poderes establecidos, el miedo a tener hijos en un mundo que se desmorona, la falta de conciencia revolucionaria… Todos estos elementos conforman la séptima causa de la agonía del eros.

 

Para finalizar, y aunque las comparaciones son odiosas, quiero resaltar las dos diferencias fundamentales que existen entre el texto La agonía del eros de Buyng-Chul Han y la obra Erótica creadora de vida (Potlatch, 2019) de Félix Rodrigo Mora:

 

  1. Félix denuncia a las instituciones, políticas y económicas, que, de manera deliberada y en base a sus intereses estratégicos, están castrando a las masas trabajadoras, anulando su libido y aplastando sus ganas de vivir; mientras que Han, tras analizar con brillantez la agonía del eros, asegura que somos nosotros, todos nosotros, los responsables de tal ignominia, a causa de la supuesta «autoexplotación sin dominación» que practicamos por voluntad propia los individuos de la que denomina «sociedad del cansancio». Parece ser que Han no se ha enterado del inmenso y asfixiante poder que tienen en nuestras vidas la gran empresa transnacional (la misma que edita, distribuye y promociona sus libros) o las instituciones estatales (las mismas que le pagan su sueldo de funcionario).

  2. Rodrigo Mora, tras realizar una crítica contundente y fundamentada, expone una propuesta transformadora para revertir la situación que nos ha conducido al invierno demográfico, a la sustitución étnica de los pueblos europeos en curso, a la enfermedad somática, a la depresión, al abuso de fármacos y, en no pocos casos, al suicidio. Esta propuesta se anuncia ya en el subtítulo del libro: Propuestas ante la crisis demográfica, unas propuestas que incluyen tanto la transformación individual, ética, del sujeto, como la transformación colectiva. Transformación social, esta última, que requiere, obviamente, de la destrucción de las instituciones de poder que han promovido e implantado con éxito la actual sociedad de eunucos a sueldo, castrati sin voz (pero con voto), mujeres cactus y hombres apocados y calzonazos conectados 24/7 a la ordeñadora del porno gratuito por Internet. Byung-Chul Han, en cambio, se queda en la crítica y no propone absolutamente nada, como si la agonía del eros que denuncia (con clarividencia) se haya impuesto por imperativo divino y no tengamos capacidad alguna para combatirla y revertirla.

 

Lo cortés no quita lo valiente, así que le doy las gracias a este señor que se avergüenza de ser asiático por escribir libros brillantes y bien orientados, al tiempo que le animo a ser más valiente y a llamar a las cosas por su nombre, al pan, pan, y al vino, vino, para que, además de interiorizar los bodrios de la filosofía alemana adicta al poder, la de Heidegger, Nietzsche o Hegel, haga suyos los valores positivos de la cultura popular de Europa occidental, los del amor en actos, el servicio cívico y la épica renuncia personal por un bien mayor. Le exhorto, además, a que deje de ser un intelectual millonario autor de best-sellers para convertirse en un muerto de hambre, sí, que es lo que fueron Sócrates, Diógenes de Sinope o Jesús de Nazaret, hombres con una vida trágica y desgraciada, pero valientes y trascendentales.

 

Antonio Hidalgo Diego

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Comentarios

Maria Jesus Egia Etxaniz
hace un mes

Espectacular análisis.. conmovedor..me ha gustado mucho..
Eskerrik asko..Antonio Hidalgo.
Un abrazo!!

Jesús
hace un mes

Qué bonito es leerte Antonio.
Muchas gracias.