Por Jesús Trejo
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La necesidad y la avidez por gobernarlo todo, mandar sobre todo y dominar sobre todos, propia de las clases mandantes organizadas en Estados, han dejado su impronta en toda la historia del pensamiento, incluso en la parte aparentemente más pura, la filosofía.
Cuando los griegos de Mileto inauguraron las preguntas radicales, ajenas a la propaganda mitificadora del Poder, tuvieron como principal maestra a las relaciones que la Naturaleza les mostraba, buscando en ella un sustrato o elemento último que describiera, y explicara a la vez, la dinámica dialéctica de la realidad. El agua, el aire, los cuatro elementos con sus dos causas de Amor y Odio, o los átomos amorfos moviéndose libremente por el vacío, todos apelaban al sentido común de la percepción reflexionada, sin principios teóricos previos que los condicionaran.
Sin embargo, casi al mismo tiempo que florecieron las escuelas ateóricas, la corriente del Poder comenzó a postular su programa “racionalista”, donde apelando a la lógica y la matemática, desdecía una realidad que no se plegaba de buen grado a sus intenciones de dominio. Ya Anaxágoras había propuesto como principio explicativo un “nous”, una inteligencia transcendente y pura, tan grata y aplaudida por los filósofos del régimen, Platón y Aristóteles, y junto a las escuelas pitagóricas, obsesionadas por las relaciones matemáticas, así como la aplicación de la lógica bivalente de Parménides, donde el Ser es y el No ser no es, sin posibilidad de cambios en el orden de las cosas, volvían a asentar el control de los despachos oficiales sobre la Realidad.
Esta lucha de clases en el terreno filosófico se ha mantenido a lo largo de la historia y se ha concretado en tres grandes fobias por parte del Poder que han tratado de inculcar con sus instrumentos educativos de adoctrinamiento a toda la población que subyuga: el horror al vacío, el horror a lo imperfecto y el horror a la intemperie. Porque estas tres cosas cuestionan su dominio sobre las clases laborantes.
El horror al vacío, trasunto del horror a la libertad
El programa político de los mandantes demanda control absoluto sobre todas las acciones y objetos sobre los que impera, y ello conlleva un postulado filosófico que impide el movimiento por un espacio libre de su Poder: el vacío. Tanto Platón como Aristóteles sostuvieron que todo estaba “atado y bien atado” en su Cosmos pleno de Ideas y bien prieto. Parménides igualmente abominaba del vacío porque “podría invadir el lugar que el Ser ocupa” y esto era lógicamente imposible. Si traducimos el término Ser por el de Poder, se entiende perfectamente porqué ese afán por asentar “lógicamente” (o sea, eternamente) la tesis de que no puede haber un vacío amenazador al Imperio. Rastrear las consecuencias que estos principios previos, estos postulados en los que se ha basado el conocimiento científico atenazado por los condicionantes instituidos, daría para abordar una Historia de la Ciencia que en vez ser de progreso, sería de lucha y de retardo, que en el caso que nos ocupa lo encontramos cuando Hobbes y Boyle se enfrentaron por la demostración de la existencia del Vacío, el primero negándolo por el “artículo 33”, y Boyle mostrándolo con un experimento con testigos.
En la Modernidad, las dos expresiones que siguen manifestando el horror vacui de los mandantes son el lema fascista “todo en el Estado, nada fuera del Estado” que cada vez es más usado por la izquierda, defensora histriónica de lo “público”, y el lema feminista “todo lo personal es político”, buscando negar cualquier ámbito de libertad que escape a sus dictados totalitarios.
El horror a lo imperfecto, trasunto del horror a la comunidad popular
“Que no entre nadie que no sepa geometría” era la frase que rezaba en el frontispicio de la entrada a la Academia de Platón, haciendo un alegato a cualquier aspirante a pequeño dictador de que la clave para dominar es dártelas de exacto, haciendo obligatorio tener la mente ya cuadriculada, deseosa de la línea y la fórmula matemática, amiga del salón y los banquetes, sin necesidad de salir y mancharte las manos con el trabajo A salvo de cualquier prueba que las refute, las matemáticas como el Poder son impepinables, porque de lo contrario, reinaría el caos de lo “aproximado”. Lo que se buscaba con esta propuesta era asentar la necesidad de una elite supuestamente inefable que conocedora de todo lo Bueno, bonito y barato, nos lo dispensara a cambio de mantenernos en nuestros puestos en la estructura social y olvidarnos de la tediosa tarea de gobernarnos.
Frente a ello, lo imperfecto es lo propio del gobierno del común, con su disparidad, sus divergencias, sus deliberaciones y sus decisiones aproximadas, su sabiduría ancestral adobada por el ensayo y error, y su reluctancia al signo más significativo de las relaciones matemáticas: el signo =. Porque en las Asambleas la suma de voluntades no es solo un factor numérico, sino que deja un poso irreductible en cada una de las unidades, en forma de espíritu comunitario, que la matemática despótica no tiene en cuenta, acostumbrada a tratar con los súbditos como meros contribuyentes.
En la Modernidad, el horror a lo imperfecto se expresó en el diseño de sus constituciones, sus ministerios y sus ciudades geometrizadas, en las cadenas fordianas de montaje y los planes quinquenales, en la uniformización de la agricultura industrial y en la robótica basada en una informática binaria, mientras que la imperfecta vida sigue fluyendo, mal que bien, entre las desordenadas callejuelas de los pueblos y sus recuerdos concejiles, en el trabajo artesano, en los huertos y sus tomates amorfos, y en la comunicación no binaria de las lenguas y culturas.
El horror a la intemperie, trasunto del horror a la experiencia
Platón estigmatizó lo corporal y sensitivo, haciéndole culpable de todo lo erróneo y perverso, porque buscaba blindar su defensa de la clase dominante y no dejar que las “apariencias” mermaran la credibilidad de su mundo Ideal jerarquizado. Cuanto más a la defensiva están los regímenes de opresión, más se encierran en sus cuarteles de invierno, más se miran a sí mismos y menos a todo lo que le circunda y le cuestiona. Porque fuera, la realidad constantemente refuta la necesidad de un Orden dictado desde lo alto, y tanto la autogestión de la Naturaleza para reequilibrarse como la de las comunidades sociales en su desarrollo productivo y político, desmienten sus teorías. Por otro lado, la Naturaleza es la escuela de la prudente dialéctica, del cambio, del río que nunca es el mismo y de las simbiosis de los contrarios. Las raíces transformando minerales, chupando piedras, y formando vida de lo muerto y putrefacto, los ciclos estacionales de expiración y resurrección, las metamorfosis de sus habitantes y sus semillas Por eso los grandes poetas han encontrado en la vida rural su inspiración y sus metáforas más cautivadoras, y por eso la filosofía de Diógenes, viviendo en su cuba, contiene más verdad que las supercherías platónicas, tan alambicadas.
La obligación por decreto de la circularidad de las órbitas planetarias, de los lugares naturales, de la existencia del éter o de la antitierra, que eran postulados políticos derivados a la ciencia, fue ninguneada por los trabajadores del mar y del campo, que con sus labores cotidianas encontraban soluciones ingeniosas para volver de noche a puerto mirando las estrellas, cosa que no hubieran podido hacer de haber seguido al pie de la letra las teorías platónico-ptolemaicas sobre el movimiento de los planetas; y que con el cambio de las propiedades de los elementos en las fraguas y en los talleres alquímicos igualmente transgredían el mundo inalterable de los Eidos. Porque mientras en el interior del imponente edificio platónico se elucubraba con la propaganda de la Idea inmutable para hacer aceptable al pueblo la necesidad de una elite filosófica y tecnócrata, en el exterior los ríos seguían mostrando que todo está en perpetuo cambio, que lo sólido e inerte se trasmutaba en líquido y animado con las plantas, y que el agua se podía convertir en vino, si había una filosofía que insuflara en las gentes del común el espíritu combatiente de Dionisos en sus venas aguadas. La realidad y el combate es enemiga del orden constituido, y por eso ante los acontecimientos decisivos, el Poder exige que la gente se enclaustre en sus casas (más económico que enclaustrarlas en cárceles estatales).
Por eso, en julio de 1936 cuando el ejército español decidió utilizar la manu militari para poner en vereda a las levantiscas y crecidas clases populares ante una Republica ya impotente, la Radio del Frente Popular mandó este mensaje: “quédense en casa”. Lo hemos oído muchas veces, siempre que hay una situación de crisis, los tecnócratas nos dicen que ellos se encargan, que no nos preocupemos, da igual que sea una asonada militar, un virus o una filomena.
Existir, etimológicamente, es “estar de pie fuera”. La sabiduría ancestral que está tras las palabras nos pone en la pista de lo que realmente es vivir y lo que es estar muerto. La muerte es dejar de existir, o sea, renunciar a lo exterior, a la intemperie. Hacer un maravilloso mundo de marfil, o una estupenda sala aurea en el interior de las Pirámides como hacían los faraones, para que nada te falsee, nada te contradiga, nada te decepcione, es la propuesta de esta sociedad de culto a Tanatos. La política de la cancelación, las redes sociales de consumo casero y el youtuberismo, es una manera de no existir, de no ser.
En la tumba del filósofo de la Ilustración, Kant, se grabó el siguiente epitafio: “Dos cosas me llenan de admiración y respeto: la ley moral dentro de mí y el universo fuera de mí”, marcando justo las dos experiencias paradójicamente prohibidas hoy día por la Modernidad y sus ciudades: la libertad interior y la infinitud del universo estrellado. Estas dos experiencias catárticas facilitaban la autoconstrucción de los individuos, y eran experimentables en el seno de las estructuras premodernas ruralizadas, donde el sujeto “existía” ante el vacío inmenso del Universo y su vía láctea, ante la imperfección cotidiana que había que remendar, y ante la intemperie que estimulaba el ingenio y la unión entre iguales para superar la clara desventaja del desventurado ser humano frente al mundo natural.
Hoy, con la imponente presencia de los instrumentos del Imperio en lo ideológico y la colosal concentración de las gentes en ciudades con contaminación lumínica, el acceso a esas experiencias prístinas de autoconstrucción se torna casi imposible. Ya no se experimenta el infinito en forma de miles de estrellas, ni tampoco se experimenta la libertad moral, adoctrinados desde la más tierna infancia en los catecismos del pensamiento único por los diversos canales estimulativos. Por eso hay que reivindicar el trabajo en la Naturaleza y en el campo, el montañismo, las relaciones humanas directas, los proyectos en común y los silencios reflexivos. Para ejercer como humanos, para existir.
Jesús Trejo
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