Bases para una escuela libre

Publicado el 1 de julio de 2023, 11:45

Por Antonio de Murcia

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Escuela libre, escuela alternativa, escuela autónoma, escuela autogestionada… Adjetivos varios, múltiples, cada cual con su matiz diferente pero inter-relacionados, que pretenden todos aludir a un estatuto fundacional y funcional al margen del sistema educativo del Estado, no sujeta a las normas, directrices y regulaciones estatales sobre enseñanza; es decir, sin burócratas, sin inspectores ajenos, sin programas impuestos desde arriba, sin subvenciones, sin financiación externa. Escuela libre en tanto que manifestación de la necesidad natural de libertad humana, también en el ámbito del aprendizaje; escuela alternativa frente a la doctrinaria enseñanza reglada y como un nuevo camino para el desarrollo humano; escuela autónoma en tanto que se desarrolla exclusivamente en base a las decisiones que adoptan los integrantes de la comunidad escolar; escuela auto-gestionada porque su régimen, sus recursos y sus métodos emanan de los mismos actores de la escuela, y por ello todas las responsabilidades recaen sobre éstos.

 

Voy a referirme en este texto a escuelas enfocadas en niños y adolescentes, de las etapas llamadas infantil, primaria y secundaria, digamos que de entre 3 y 15 años.

 

Como se sabe, en la enseñanza reglada las leyes y normas ordenan al detalle la vida académica. El aprendizaje está establecido de antemano y ordenado por cursos y asignaturas, con contenidos determinados, que constituyen el currículo. Los profesores elaboran el programa de cada curso y asignatura, en base a los contenidos establecidos. Se establecen también los horarios y el nº de horas de cada materia. Se determina la forma de calificación y los requisitos para la obtención de los títulos.

 

Educación "no reglada" es la educación "no regulada" por el Estado. Y "libre" aporta la cualidad de que no es tampoco dependiente de ninguna institución privada superior. Sus criterios de funcionamiento son creados de forma autónoma y responden al interés en desarrollar el tipo de pedagogía en la que creen las personas que componen la escuela (maestros, colaboradores, padres y alumnos que se integran en ella). La escuela libre tampoco tiene institución de ninguna clase (religiosa, científica o empresarial), que esté por encima de la propia escuela tutelando su forma de enseñanza, sino que es la propia escuela la que se da todas las normas necesarias para su funcionamiento y establece los contenidos, horarios y métodos pedagógicos propios que configuran su forma de enseñanza. Así ya se ve que la autonomía en la organización y en el aprendizaje otorga una gran amplitud de posibilidades y por tanto variedad de escuelas. Frente a esta variedad contrasta la uniformidad de la enseñanza regulada centralizadamente (estatal) o de las escuelas creadas por instituciones privadas para la extensión de una concepción religiosa o filosófica.

 

Basadas en el principio de libertad, y como contribución a una sociedad libre, es obvio que todas las escuelas libres han de ser naturalmente diferentes: pues cada una está radicada en un lugar diferente, en un entorno natural diferente, con unas tradiciones y costumbres diferentes. Los participantes son distintos, únicos: las familias, los niños, los maestros; son varios los niveles de edades y diversos los enfoques e intereses. Es más, todos los componentes evolucionan y cambian con el tiempo, año a año, mes a mes, día a día. Y, sobre todo, una escuela viva se transforma por la propia fuerza de su devenir. Podría una mancomunidad de escuelas partir de idénticos principios, por así decir, pero si a lo largo del desarrollo de cada una no aparece diversidad y variedad entre ellas (por ejemplo en cuanto a formas organizativas, adaptación de métodos de aprendizaje o formas de participación), es legítimo sospechar que se ha sacrificado la libertad y la creatividad.

           

Bueno, parece que esos párrafos anteriores van bien cargaditos de las palabras ‘libre’ y ‘libertad’. Se hace, pues, necesario precisar qué libertad, libertad para quién, libertad para qué.

           

En una época anterior, los críos de entonces nos librábamos del ambiente opresivo familiar acogiéndonos al ambiente autoritario de la escuela. En la escuela escapábamos de la casa, en casa escapábamos de la escuela. Y en la calle nos librábamos de ambas. La calle (o el solar, las huertas, los baldíos, etc.) era la república de los críos, en la que eran creación propia la reglas, las jerarquías, los juegos, las alianzas, los conflictos… y la alegría. Ya no hay calles, porque no son razonablemente seguras, y si las hay están vacías —los críos enclaustrados en casa, o bien en actividades “extraescolares”—. Y así los niños de ahora pasan de uno a otro afán, de reglamento en reglamento, todas las horas del día, todos los días de la semana. Esto lo vemos todos.

           

Entonces, escuela libre debe significar primordialmente un lugar diferente tanto del hogar como de las instituciones. Un factor de experiencia superpuesto, paralelo, a la experiencia en casa, en el barrio, en la población… pero distinto. Un espacio donde sea posible que los pequeños puedan vivir el aprendizaje con la autonomía y el protagonismo debidos. Excluye, pues, la concepción de la escuela como un aparato de mera transmisión de las aspiraciones de los progenitores tanto como excluye los procedimientos de la enseñanza reglada estatal. ¿Significa esto que las familias han de quedar al margen de la marcha escolar? No, en absoluto: los niños manifiestan continuamente la necesidad de relación, de integración, entre todas las facetas de su vida: y, así, muestran su satisfacción ante el acuerdo de los padres con su escuela y su participación en ella; por lo mismo, trasladan con alegría las experiencias y las tareas de la escuela al ámbito familiar. Es concebible, pues, que el papel de enseñantes fuera ejercido por progenitores, en variadas formas posibles de organización. Pero previene mejor el riesgo de que la escuela se convierta en una expresión de ideologías pedagógicas de los padres el que profesionales ajenos lleven a cabo la tarea de enseñar. El protagonismo de los padres queda limitado. Se esquivan así los muchos conflictos que derivan de las ideas enfrentadas.

           

De este modo llegamos aquí a una cuestión fundamental: ¿quiénes han de dirigir la marcha cotidiana de la escuela? De nuevo, es concebible una escuela libre dirigida por un equipo directivo, o por un consejo de padres, maestros y alumnos, incluso por una sola persona en el papel de directora. Sin embargo, esa base organizativa exige una elevada conciencia y un grado de madurez tal poco común; exige personas equilibradas con una profunda fe en la libertad y que por ello mismo no tienen que andar exhibiéndola en toda situación y demostrándola a despecho de las circunstancias. Así que, en esa estructura, es más común la deriva hacia el autoritarismo. Por tanto, en coherencia con la determinación de crear una república de los niños, la dirección de la vida en la escuela ha de estar en manos de la reunión de los maestros con sus alumnos.

 

La asamblea como base organizativa no es una solución mágica ni fácil. La construcción de una asamblea operativa y satisfactoria es un aprendizaje lento y salpicado de escollos. Es el taller donde se forja la convivencia, el respeto, la expresión en público. Es el medio de resolver conflictos, llegar a acuerdos, planear actividades. Es el eje desde donde se construye la pertenencia a una comunidad educativa verdadera. Pero sabemos muy poco de todo eso y en la asamblea afloran todo tipo de facetas humanas, incluidas las rivalidades, los complejos, los miedos, la manipulación. Cada asamblea es un reto difícil. Ahora bien, los pequeños —incluso los muy pequeños— la perciben como una institución necesaria, lógica, expresión natural de su sociabilidad innata.

 

Por su parte, los demás actores de la escuela tienen sus propias áreas de trabajo y aprendizaje, pues tienen muchas tareas importantes a su cargo: administrar, proveer los medios, atender las necesidades, prevenir y defender la escuela de eventuales amenazas externas, relaciones institucionales, etc., tareas que exigen formas de coordinación y comunicación que también han de ser construidas. Y todo ello con el fin de que la vida interna escolar se desarrolle con la mayor serenidad y estabilidad posibles. También para ellos, por supuesto, constituye la escuela una escuela de aprendizaje.

 

Una vez establecido cuál es el mejor y más potente órgano rector de la vida interna de una escuela libre (la asamblea de los críos con sus maestros), podemos enunciar otras sencillas bases comunes de partida que sirvan a ese propósito central.

 

La decisión de crear una escuela lleva consigo la responsabilidad sobre todo lo que en ella ocurre y tal peso recae en exclusiva sobre los adultos. Y la responsabilidad exige sensatez. La cordura y la prudencia deben hacer de la seguridad (física y psicológica) una prioridad absoluta, cuya forma se adaptará, claro, al grado de madurez de cada crío.

 

Otro principio que denota buen juicio es la modestia. Es verdad que todos cargamos con un lastre, más o menos pesado, de ideas. También de ideas pedagógicas aprendidas o preconcebidas. Ay, pero las ideologías son moldes que asfixian al pensamiento vivo. Un modelo de escuela concebida como una máquina en la que entren niños tarados por un lado y salgan cambiados por el otro (creativos, espléndidos, inteligentes, amables, desenvueltos… etc. etc. etc.) es una escuela con vocación autoritaria. La escuela es sólo (y nada menos) que un factor de experiencia que cada crío integrará como pueda o quiera en su vida. Una mala escuela “alternativa” es más perniciosa que cualquier escuela reglada estatal o privada.

 

La renuncia a las ideologías pedagógicas no implica ensalzar la ignorancia, que es abono de la estupidez. Deber de los adultos es preparar las condiciones del aprendizaje en base a los principios que dicta el sentido común y que grandes maestros han descrito tan bien. Así, el aprendizaje ha de ser:

 

  • constructivo (sobre la base de lo bien aprendido se integran armónicamente las adquisiciones posteriores);
  • significativo (primero es la pregunta, la curiosidad, la inquietud… después las respuestas; lo que tiene significado no se olvida nunca);
  • crítico y creativo (aprender a pensar es una capacidad para toda la vida; la creatividad es la facultad de convertirse en lo que uno quiere ser);
  • por descubrimiento e investigación (se aprenden no sólo contenidos sino también procedimientos; las respuestas erróneas se valoran como estímulo y motor del aprendizaje).
  • y ha de ser individualizado, en atención a las características y necesidades de cada crío.

 

Los métodos han de incluir:

  • técnicas globalizadoras (la conexión entre los diferentes saberes y actividades refuerza su sentido y su utilidad).
  • con el juego (el enfoque lúdico del aprendizaje) se aprovecha plenamente la inagotable energía del crío; hacer del aprendizaje una experiencia gozosa es la base de la capacidad de trabajo. El juego es la herramienta para llegar de la vivencia a la representación, al orden simbólico.

 

Por último, la asamblea (diaria, de taller, o de actividad), además de lo anteriormente dicho, aporta a cada crío la necesaria convicción de ser protagonista de su vida.

 

De todo lo cual resulta una enorme cantidad de trabajo que los responsables han de llevar a cabo para dotarse de los recursos suficientes que ofrecer a los alumnos. Esta dinámica tan exigente, y la sugestión subsiguiente de saber, de “saber” lo que es un niño, puede derivar fácilmente en un dirigismo indeseable, a imagen y semejanza de una institución doctrinaria. El antídoto efectivo contra esa posible deriva no es más que el respeto al “NO” del crío. En la escuela libre ningún crío es obligado a hacer ninguna tarea, a tomar parte en ninguna actividad, a fingir el interés que no siente. Tal remedio preventivo no presenta ningún riesgo permanente de desorganización o caos. El éxito del aprendizaje libre se fundamenta en el deseo de aprender que, por muy dañado que esté, permanece en el crío como una sed inagotable de aprenderlo todo.

 

Hay todavía otro atributo que debe estar presente en la escuela, quizás el más importante, pues sin ello no pueden abordarse los conflictos ni encontrarse caminos para resolver los problemas. Es una cualidad que no se estudia, que no se aprehende intelectualmente, y que además está trabada por el carácter, las ideas y el condicionamiento de cada uno. Ni siquiera tiene un nombre lo bastante digno; a veces se llama ‘empatía’, o bien ‘intuición’, o ‘comprensión’. Yo prefiero llamarlo ‘capacidad de VER’. Y ver, qué. Pues sencillamente lo que está pasando delante de nuestros ojos, pero TODO lo que está pasando. O, con menos pedantería, lo más posible de lo que está pasando. No estoy hablando de psicología (ni de diagnósticos o terapias) sino de percibir de forma inmediata y completa los elementos que intervienen en una situación concreta.

 

Como digo, esta facultad no se pesca al vuelo, pero sí puede entrenarse y restaurarse y crecer. Ahora bien, creo que no es un ejercicio que pueda practicarse a solas con la propia mente, sino que es sobre todo una labor de grupo. Y en ese trabajo colectivo no se trata de determinar cuál es la visión correcta y alcanzar la razón verdadera —lo cual no puede dejar de producir conflicto—, sino de que cada una de las partes implicadas comunique a los demás su interpretación respecto al mismo hecho. De las miradas diversas, si se comunican, emerge una percepción tan completa como es posible, pero el sencillo propósito es que cada uno conozca la visión de todos los demás. Así se obtiene, al menos, una comprensión cabal de la perspectiva de los otros, que no es poco. Repetido este ejercicio como método habitual, se avanza sin duda en la cohesión del grupo y desde luego en el progreso personal. Una escuela libre es fuente de aprendizaje para niños de todas las edades, incluidas las etapas de 15 a 99 años.

 

Puede discutirse largamente, desde luego, sobre cada una de las concepciones incluidas aquí, pero corresponde a la experiencia práctica acreditarlas y justificarlas.

 

Antonio de Murcia, 21 mayo ’23.

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