Semblanza de un hombre bueno

Publicado el 1 de diciembre de 2025, 22:17

Por Alfredo Velasco lector de V y R

 

Mi abuelo era hijo de un policía foral (reclutados entre los más chulos y perdonavidas de los excarcelados por largas condenas, generalmente por delitos de sangre) y de una ricacha de pueblo. Más de una vez tuvieron que protegerse de disparos ocluyendo las ventanas con los colchones de lana de la cama.

 

En su pueblo, el cura le tomó de monaguillo pero, por desconocer mi abuelo el castellano, le echó de la Iglesia.

 

Era albañil de oficio, pero se quejaba amargamente de que venían los gallegos, se traían a toda la familia, y prosperaban, mientras que él, del país, siempre quedaba en el mismo puesto sin ascender laboralmente.

 

Era socialista, y decía que la izquierda nunca había llegado a dar todo su potencial manumisor por cobardía. En el lecho de muerte le llegó la noticia de la victoria electoral de Felipe González, pero ya, encaraba a la Parca, y la política era una tonada lejana.

 

Le alojaron un balazo que no pudieron extraer en uno de sus pulmones en la “batalla” de Villareal. El “lehendakari” se creía Napoleón, las milicias eran bisoñas e indisciplinadas, y el pavor de las ametralladoras se juntó con una niebla espesa que incrementó la confusión.

 

La posguerra la pasó en un campo de concentración de Mallorca poniendo raíles. Le tocó enterrar a compañeros y, tajante, concluyó: “Los muertos no necesitan nada”. Pasó tanta hambre que, al volver de la mili, condensó los sueños que le permitieron conciliar a Morfeo: “¡Nunca me cansaré de comer jamón!”.

 

Contrajo nupcias con mi abuela, una viuda de un comunista muerto en combate con una hija, y no tuvieron más hijos. Mientras él se afeitaba con un trozo de espejo pegado a la pared a navaja y, mi abuela, freía las patatas y mi filete de ternera de las visitas de los domingos (con su inexcusable ajito), resumía la cháchara de su esposa: “¡Monsergas!”. Cuando él salía a la calle con su traje chaqueta, la boina, y algún periódico atrasado cogido de las papeleras, ella constataba: “¡Mírale! Va como un general”.

 

Con mi abuelo nos íbamos con sus compañeros de la cárcel. Siempre subíamos al monte cercano hasta un refugio sin techumbre de los jubilados donde le esperaba Cabrera, su amigo íntimo e ideólogo. Admiraban a los generales rusos que vencieron al nazismo y no acababan de comprender el fenómeno de las drogas. Me inculcaron que tenía que aplicarme en los estudios para ser abogado como mi padre y “defender a los pobres”.

 

A veces mi abuelo me llevaba a un festival infantil, a ver danzas paisanas, juego de pelota, la bolera, la petanca de los jubilados, etc.

 

Tenía un reloj de cuerda y todas las noches lo ponía en hora. Encima de la cocina de carbón, cuya lumbre daba un sabor de hierro a la tortilla de patatas de la cena, tenía un altillo donde guardaba su fusil y munición. Veíamos “el Parte”, es decir, el telediario, en una vieja televisión en blanco y negro acompañados del “¡Qué horror!” de la abuela y la excitación del abuelo: “¡Cuando despierten los negros ya vamos a ver, ya!”.

 

Mi abuelo apenas tenía media docena de libros. Uno trataba sobre la Historia Universal con dibujos. Mi abuelo no pudo instruirse y maldecía de mi abuela no sin cierta admiración: “Mírala, semianalfabeta, ignorante como ella sola, pero ganaba dinero a espuertas...”.

 

A veces, en el mismo viejo barrio obrero, visitábamos a su hermano solterón. Éste nos obsequiaba con queso y nueces. Cuando comía, tenía la costumbre de tirar los desechos al suelo de la cocina y luego la barría. Había sido técnico de cámaras frigoríficas y un mal gas le dejó una nube en un ojo de color azul. Era el que nos regalaba las chuletas y los filetes de sus exclientes carniceros. Era socarrón y siempre estaba de bares hasta muy tarde. Comía los huevos fritos con la mano.

 

Mi abuelo era una buena persona. “Los mansos heredarán la tierra”, ya que, la libertad, no pudo ser...

 

Alfredo Velasco

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