Por Antonio de Murcia

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El diccionario define ‘valor’ (en su octava acepción) como: “cualidad del ánimo que mueve a acometer resueltamente grandes empresas y a arrostrar los peligros”. Dejando aparte la pomposidad de la frase (vicio típico de los Académicos de la Lengua) estaremos más o menos de acuerdo con ese enunciado. Y más seguramente con los sinónimos que lo ilustran: valentía, coraje, osadía, audacia, arresto, arrojo, bravura, intrepidez, entereza, atrevimiento… que en junto abarcan muchos matices de la actitud valerosa ante situaciones diversas.
La mayoría de nosotros somos a ratos cobardes y a ratos valientes. Es decir, hay ocasiones en que nos mostramos bravos, arrojados, sin miedo a las consecuencias que nuestro comportamiento acarree, sólo atentos a hacer lo que consideramos justo, noble, o simplemente lo que sentimos que hay que hacer. Es posible (y lo hemos visto a veces) que alguien más bien pusilánime se lance como por un impulso irresistible a una acción valiente, incluso heroica, en una determinada tesitura. También es posible (y lo hemos visto más veces aún) que una persona cabal se amedrente en una ocasión que exige una intervención decidida de su parte, como si de pronto fuese presa de un temor paralizante a perder algo. Todos esos casos y sus variantes son naturales en seres humanos contradictorios como somos y, cómo decirlo…, más bien medrosos. Sin embargo, creo que todo quisque considera el valor una virtud importante que no puede faltar en la persona íntegra y excelente. Para rendir el homenaje debido a esta virtud tan admirada, voy a dejar de lado la casuística y mejor me centro en casos donde la cualidad de ‘valor’ forma parte del carácter de una persona y guía su conducta. Atreverse a hacer algo por un impulso del momento es fácil; mucho más difícil es enfrentarse a los problemas todos los días.
Por otra parte, me gusta la polisemia de esta palabra, pues el mismo vocablo ‘valor’ se usa para medir la importancia y significación de algo. De él deriva lo mismo el adjetivo ‘valeroso’ (o ‘valiente’) para los actos osados y el adjetivo ‘valioso’ para las cosas o personas que se tienen en alta estima, las que valen.
En el artículo sobre LA BONDAD (VyR, nº 23, febrero ’25) me excusaba de no mencionar ejemplos de mujeres bondadosas, no porque no supiera de ninguno (al contrario, conozco un montón), sino porque éstas, las mujeres, reunían en sí también el ser especialmente valerosas (además de valiosas); así que medio me prometía tocar el tema de su valor en un texto aparte. Obviamente, sé de varones igualmente valerosos (no en vano sus antepasados son los sublevados del Cantón, los que se alzaron con Antonete Gálvez una, dos y tres veces), pero aquí voy a señalar algunos casos de mujeres valientes toda su vida, de cuerpo entero, como carácter. Sé que todos tenemos una buena colección de ejemplos de esta clase; espero que los míos sirvan a otros para reconocer y agradecer, si no lo han hecho ya, a las mujeres de su entorno todo lo que nos han dado. Las mujeres de mi infancia en el pueblo no eran cualquier cosa, de eso estoy seguro, por eso espero no dejarme engañar por la tendencia de los recuerdos a idealizarse a sí mismos y que mi pequeño tributo no caiga en un halago gratuito.
Mujeres, mujeres
Por fuerza tuve desde bien pronto trato con muchas de ellas. Heredé de mis hermanas el oficio de ir cobrando por las casas las cuentas pendientes de las compras que hacían al negocio de mis padres, que vendían al fiado toda clase de menaje para el hogar, sartenes, ollas, etc.; y sobre todo marcos y portafotos que componíamos en casa. Este encargo fue pasando por mandato de mis padres de una a otra nada más alcanzar la adolescencia, y por fin a mí. Cada domingo en la mañana hacía el recorrido por todo el pueblo, un pueblo de gente pobre en la falda de la sierra con vista a toda la vega, un pueblo laberíntico y caótico porque cada cual construyó en tiempos su casa más o menos donde le acomodaba. Así que no tenía más remedio que entrar en todas las casas de las clientas. Siendo como era un niño de natural apocado, la cosa me imponía, sobre todo cuando los pequeños de la casa me anunciaban con un «mamá, hay un hombre en la puerta» y cosas por el estilo. Por lo demás, las puertas estaban siempre abiertas. A través de las ventanas, también abiertas, según se pasaba por la calle se olía la comida del día puesta al fuego, se oía el trasteo de las mujeres en su faceta de amas de casa y se las escuchaba cantar a pleno pulmón en solos o a coro con las coplas de la radio. (También algunos maridos cantaban con buena voz mientras trajinaban algún arreglo, pero estos solían más bien silbar bajito, como modo de concentrarse. Como corresponde a nuestros tristes tiempos, hoy es raro oír cantar o silbar en las faenas). Si quien canta su mal espanta, no parecían aquellos hogares sitios de muchos males. Por muy humildes que fueran estos hogares, que lo eran, casi todos los patios reventaban de macetas con flores y tiestos con hierbabuena y alhábega. La mujer de la casa daba lo que quería o podía, según los jornales que hubieran entrado en la semana; en general era poco, algunos domingos se excusaba por no entregar nada, con lo que las cuentas se eternizaban luengos meses.
En los albaranes donde anotaba los motes no figuraba ningún nombre y apellido, solo los apodos. Tengo en la memoria muchos de sus nombres sonoros: la Arrascanta, la Cañareja, la Mosarrata, Pepita la Napoleona, María Patarratas, María Jallulla, la Roja de las Cabras, Fina la Cabrera, la Ropasuelta, la Blancadoble, la Practicanta, la Barberucha, Nena la Recovera, Paula la Pasoleta, María la Pelos, Mariana la Gata, la Polanca, la Pelela, la Tarara, la Serrana, la Celosa, la Mojeta, la Cucha, la Moña, la Ñoña, la Moya, la Pocha, la Chofa… y así cien más. Mi abuela materna era la Nena Pequeña.
A veces la mujer es conocida por el distintivo del marido: Elisa del Guerrero, Lola del Monterón, Maruja del Loco, Lucrecia del Lentigo, Lutgarda del Kun, Nena del Mancheño, Venida del Cojo, Venida del Lillo, María del Quema, Fina del Liendre, Fina del Muso, la Nena del Cristo…
Por cierto que también ellos disfrutaban de motes no menos feroces, y algunos terribles o crueles: Paco Satanás, Pepe el Arrugao, Sebastián el Cuervo, Colás el Pelao, Domingo el Pollo, Frasquito el Zorro, Juan el Rana, el Escusao, el Cagaollas, el Mantecas, el Mindolo, el Mediocuarterón, el Mediopolvo, el Rematao, el Pijote, el Mochuelo, el Cuco, el Rano, el Rastrojo, el Rastrojín, el Rastrojuelo, el Truenos, el Violín, el Pantala, el Paquele, el Perucha, el Rampete, el Parrias, el Purre… Igualmente a veces ellos eran conocidos en función de su mujer: Antoñín de Juliana, el Cabo de la Perla, Pedro de la Olalla, Juan de Carmencica, el Moreno de la Montoya, el Moreno de María la Cana, Pencho Mariana, Pencho de la Cazurra, el Nene Josefa, el Nene Petra…
Se daba el caso de que la fuerte personalidad de la mujer se apropia del sobrenombre de la familia del marido y pasaba a ser para todo el mundo la heredera legítima del título. Es el caso mi abuela paterna, la Mamá Fuensanta, que, siendo su marido descendiente de los López de Toledo y apodándose por tanto El Toleo, pasó ella a ser considerada por todo el mundo la matriarca de la saga como Juensanta la Tolea. Por ella todos los descendientes somos toleos, sin ella serlo.
Yo no lo echaba en ver, pero toda esa gente vivía en una atmósfera de ayuda y socorro mutuo. Los chismes, envidias, escándalos, cuernos, riñas, peleas, traiciones y trampas, todos esos conflictos tan llamativos en cualquier grupo humano, no estorbaban la costumbre general de auxilio y amparo. En aquellos pueblos humildes malconsiderados, de gente asalvajada y mozos peleones, tan habitual era el intercambio de productos de las huertas como de habilidades prácticas, los favores de vecindad como los regalos por afinidad, la preferencia por los negocios cercanos como la compasión en las desgracias, y las televisiones colectivas, la multitud en los velatorios, el auxilio en los percances, la asistencia en los partos. Para obtener cualquier ayuda bastaba salir a la puerta y pedirla a voz en grito para recibirla con sobreabundancia. Esto era lo esperable, lo esperado y lo recibido. Así era. Todo eso cambió rápidamente en poco tiempo por las razones que todos reconocemos en nuestros barrios y pueblos. La puerta se cerró y las flores se secaron.
En la vida de aquel medio ambiente social las mujeres eran protagonistas y artífices. Ahora se las llamaría “emprendedoras” y “empoderadas”. Hembras medio analfabetas capaces de cálculos mentales con celeridad prodigiosa, que llevaban adelante comercios de toda clase: tiendas de tejidos o de calzado, ventorrillos, talleres, ferreterías, lecherías, o eran carniceras, merceras, modistas, ganaderas, comadronas. O bien jornaleras en los almacenes y en el campo, a la par de los hombres. Porque las mujeres del pueblo SIEMPRE han trabajado; y han llevado la administración de la casa, y el cuidado de la salud de la familia, y se han ocupado de la hacienda familiar, y de los animales y del huerto.
En las trastiendas, pasada la hora de cierre, en los talleres femeninos, en las largas horas de costura, o en las veladas nocturnas de juegos de cartas, etc. tenían ellas sus gineceos propios donde se refrendaba la avenencia, se reforzaba la complicidad, se confirmaba la unión y la intimidad se hacía pública. En ellos el comadreo estaba salpicado de gracia y risotadas, los relatos eran narrados con arte en fresco dialecto murciano y era costumbre reírse a gusto a costa de los maridos, como cuando en los días del Carnaval iban a la puerta del Círculo Agrícola y los acusaban de cornudos; eso sí, con voz impostada y disfraces estrafalarios que las volvían irreconocibles.

La fuerza
Para volver de la escuela a casa había muchas combinaciones de callejas, atajos y pasos, pero yo echaba muchas veces por el camino que pasaba por la puerta de la casa de una mujer joven, aunque ya cargada de hijos. Briosa, con brazos y piernas de marcados músculos y tendones, estaba siempre lavando ropa en grandes barreños y lebrillos en la misma baldosa de su casa, en la calle. Me impresionaba la belleza yeguata de sus movimientos. Años después la vi en el hospital donde mi madre estaba ingresada. Bajaba a la habitación a saludar a mi madre desde una planta superior destinada a enfermos de sida, donde uno de sus hijos yacía desahuciado1. Paca estaba envejecida, arrugada, consumida, una sombra. Esta mujer murió hace unos años en el incendio de su casa, desencadenado una noche de tormenta que se fue la luz al volcar la vela que había encendido en su alcoba. Paca del Sinforoso era.
En realidad, casi todas aquellas mujeres eran fuertes como Paca, hechas a trabajos duros desde niñas. Una de mi barrio, la Consuelos del Gato, recién casada, era capaz de andar con las manos cabeza abajo, la falda del vestido enroscada en su cuello por efecto de la gravedad, o de lanzarse cuesta abajo en una bicicleta sin frenos hasta chocar contra el muro del almacén de los Sánchez. Poco más tarde, a partir de mis quince años en que comencé mi retahíla de trabajos eventuales, las conocí en su faceta de trabajadoras de los almacenes de fruta y del campo2. Sé cómo las gastaban. Cantaban a pleno pulmón en la cadena de destrío y competían en procacidades y retos verbales de árbol a árbol. Eran fuertes, osadas, bravas, insolentes, impúdicas y de risa alta. A mi timidez crónica le repugnaban estos modos tanto como el de los zagalones y mindangos.
Naturalmente, también había, por suerte para mí, algunas chicas (zagalas) de aire pacífico. Podían pasar por pavas, pero no había que darlo por hecho. Tengo muy a mano un ejemplo de bravura adolescente: mis hermanas mismas. Eran todavía bastante niñas y ya trabajaban de costureras en una tienda de modas de la capital. Caminando hacia el trabajo por la principal calle comercial del centro de la ciudad se les pegó un churubito muy bien vestido. Las camelaba con fina parla a que aceptasen acompañarlo. Se trataba sin duda de unas palurdas pueblerinas, así que insistía insistía. Pues allí en medio de la calle se plantaron las dos y en voz alta y clara lo mandaron a la mierda. Y allí quedó petrificado entre la gente, el pobre. En otra ocasión, iba la menor en el coche de línea, atestado de gente. Un señor mayor se le fue arrimando arrimando para tocarle el culo. «¡¡Métase las manos en los bolsillos!!», atronó para que todo el mundo la oyera. En la siguiente parada se bajó el hombre avergonzado. Bien es cierto que en esa época los hombres (y las mujeres) no permanecían pasivos ante la ofensa a una mujer, joven o vieja, pero ni siquiera las niñas esperaban a ser defendidas por nadie.
En el terreno sexual, muchas se mostraban bastante sueltas. Me consta que no eran especialmente puritanas, no más que sus futuras hijas liberadas. No veo necesario extenderme en esto, pero crean en mi palabra. Por supuesto que reinaba una moral colectiva de raigambre católica, cuya trasgresión era motivo de censura pública; y desde luego que el sentido del pudor era transmitido de madres a hijas, pero entre gentes que tanto tenían que luchar por la vida el criterio moral es de dominio propio, potestad personal, que se adapta a las circunstancias. Por otro lado, noviazgo y matrimonio transcurrían a edades tempranas. Paco el Guerrero se casó a los 17 y cuando lo vinieron a llamar a la mili ya tenía dos hijos; y no era caso único.
En un escenario así es improbable que la auto-represión sexual cause la neurosis patológica que tanto publicitaron Freud y los psicoanalistas, y luego Alfred Kinsey, Masters y Johnson y otros. Todos esos estudios adolecen de un sesgo que vicia sus resultados: la población, femenina y masculina, de la que se extraen los datos y testimonios, pertenece a grupos sociales sobrerrepresentados, a saber, la clase media y alta y el ámbito académico, con alto acceso a la cultura. Con escaso espíritu científico, estos y otros tontolpijo extrapolaron sus conclusiones desde su entorno hasta la más recóndita tribu de las selvas, y por tanto a toda la condición humana (y en particular a la condición universal de la mujer), cuando no eran válidas, si acaso, más que para la clase burguesa, en el seno de la cual, en esta sí, florece la mujer florero, ociosa, sometida y determinada por su señor. Y los intelectuales de los ’60, confiando en saber mucho sobre el tema, van y fundan el origen de la Historia y la civilización en el sometimiento de un sexo por el otro. Pues yo no creo que aquellas mujeres de mi infancia se dejaran fundamentar ninguna historia. Créanme también en esto.
La hora de la verdad
Según el romano Lucrecio, el miedo a la muerte es padre de todos los miedos. Posiblemente. De todos los tragos de la vida el trance de la muerte es el más difícil, pues en él se juega todo. A mí me inculcaron que no es de hombres tener miedo a la muerte. Pues tampoco debe de ser de mujeres. Contemplar el coraje con que afrontan ellas las grandes desgracias, los males irreparables, el dolor imposible, me quitan las ganas de poner excusas a la cobardía. Y ver el temple de las mujeres a la hora de afrontar su muerte me obliga a estirarme para intentar llegar a su altura. Precisamente tengo también a mano ejemplos de mujeres que he visto morir, espejos útiles hoy y siempre para afrontar la vida y la muerte, dos trabajos que todos los vivos y mortales hemos de enfrentar. Tengo referencias ciertas de muchos casos más del coraje femenino ante la muerte, pero baste con los más cercanos.
Mi tía Juana era todavía joven. Un cáncer del hígado la había llevado a la última lucha. De todos era sabido que no pasaría de esa noche. La casa rebosaba de gente, familiares y vecinos, en la entrada, en el salón, hasta en la cocina; en la calle permanecía de pie la que no cabía dentro de la casa. La puerta de doble hoja de su alcoba estaba abierta de par en par. Quien quería pasaba a acompañarla con palabras de consuelo y despedida. Yacía en la cama recostada sobre almohadas. Su hija mayor, junto a ella, lloraba a borbotones. En medio de sus sufrimientos, Juana no sentía pena de sí, sino de ella; no cesaba de consolarla y compadecerla («pobre hija mía, que va a quedarse sola»). Su hija, mi prima, era ya mujer casada y con hijos.
Mi madre también era bastante joven. Murió a causa de un cáncer de huesos que la fue paralizando hasta que finalmente la asfixió. En los once meses de hospital jamás faltó en lo más mínimo a su norma de comportarse, siempre educada y respetuosa, desde ella y hacia ella. En ninguna ocasión perdió las formas al dirigirse al personal del hospital que la atendía. A pesar de sus padecimientos, se empeñaba en recibir y agradecer todas las incontables visitas que se presentaban. Sólo una vez la sorprendí llorando (creyendo estar a solas) por estar «estropeando la vida a sus hijos».
Paca de Eusebio, una vecina nuestra, pasó también su último tiempo en el hospital. Las horas de las también innumerables visitas de vecinas y amigas se las pasaba contando retahílas de chistes, como si estuvieran pasando la velada jugando a las cartas. La víspera de su muerte les contó unos cuantos. Y como esto de la enfermedad y la muerte es cosa de risa, también las visitas contribuían. La Odéh, la del herrero, una de las últimas tardes rebuscó en el cuarto de las limpiadoras y entró en la habitación del hospital tocada en la cabeza con el mocho de una fregona, las hebras cayendo a modo de tirabuzones, mientras declaraba de lo más seria que ella lo que más quería en esta vida era quedarse viuda. Las risas desternillantes resonaban por todo el pasillo.
Las tres murieron con pena —el mundo es tan hermoso—, pero no con miedo. Amaban la vida con todo su ser y no la maldijeron jamás porque haya que morir, sino que la dignificaron con su gallardía hasta el final.
Epílogo
Te vas de tu pueblo y de tu gente hacia el ancho mundo como el que sale de un callejón estrecho y mezquino en busca de libertad y progreso, aventura y poesía. Ya se sabe que lo conocido tiene el color de lo prosaico. Encandilado por el glamur de la gran urbe, menosprecias tu patria y te avergüenzas de la ignorancia de tus ancestros. Adoras la gran cultura y te haces cosmopolita.
Rememorar es traer de nuevo a la memoria lo aprendido; y recordar es traerlo de nuevo al corazón. Poco a poco vas comprendiendo que todo lo que eres se lo debes a esa gente y a ese pueblo entre la que eres alguien por derecho propio. Esa gente y ese pueblo con quien aprendiste a hablar, que es decir a pensar, que es decir a sentir.
Antonio de Murcia, abril 2025.
1 En esos años el caballo se llevó por delante las vidas de muchos jóvenes: el Julián de Teresa del Papules, el Patricio de Lola Barrigueras, el Adrián de Adrián del Cine, el Silvestre, el Marmota, y tantos otros. El pueblo se había convertido en un centro de distribución de la droga que entraba por el puerto de Cartagena; idénticamente a como ocurría en Galicia, País Vasco, y toda España, y el mundo entero. Fenómeno criminal éste que respondía a oscuros intereses políticos, aparte los económicos.
2 Las cuadrillas de recolección al sol que entonces estaban nutridas de mujeres murcianas y estudiantes jóvenes ahora están compuestas casi exclusivamente de hombres y mujeres inmigrantes.
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