Por Antonio Hidalgo Diego

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Atreverse a escribir sobre la escritura de Antón Pávlovich Chéjov es poco menos que un sacrilegio, algo así como profanar su tumba para contagiarse de la misma tisis que acabó con su vida. ¿Quién eres tú para escribir sobre Chéjov?,—me pregunto—. Un pobre diablo, un mujik que, con sus defectos, que son muchos, por lo menos no se tiene por un pusilánime, más bien por un temerario que no suele sopesar los riesgos que entrañan las aventuras que emprende. Aunque mi prosa se encuentra a muchas verstas de distancia de la del cuentista ruso, siempre me queda el consuelo de no haber sido retratado como Un hombre enfundado, protagonista del relato homónimo publicado en 1898, personaje al que se podría calificar de mayor cobarde de la historia de la literatura.
El hombre enfundado es descrito con precisión de cirujano por el doctor Chéjov en boca de otro de sus personajes, un profesor barbudo que, como no puede conciliar el sueño, le cuenta una historia a un amigo veterinario, recostados ambos en un pajar tras una larga jornada de caza: «hará unos dos meses, en la ciudad, se murió un tal Bélikov. Era profesor de griego, colega mío (…) Se le conocía porque siempre, hasta cuando hacía buen tiempo, salía a la calle con botas de agua, paraguas e, inefablemente, con un abrigo guateado de invierno. Llevaba el paraguas enfundado y el reloj en una funda de gamuza gris, y el cortaplumas que usaba para sacar punta al lápiz también lo tenía metido en un estuche; hasta parecía que tuviera enfundada la cara, porque siempre la escondía con el cuello levantado de su abrigo. Llevaba gafas oscuras, camiseta de lana, se tapaba los oídos con algodón y cuando subía a un coche le ordenaba al cochero que subiera la capota. En una palabra, se observaba en este individuo una tendencia constante e irrefrenable a rodearse de una envoltura, a crearse una funda que le aislara y le protegiera de todo tipo de influencia externa. Le irritaba la realidad, le asustaba, manteniéndolo en un estado de continua alarma y, posiblemente, también le espantaba su aversión al presente, ya que siempre elogiaba el pasado y todo aquello que nunca ha existido. Las lenguas antiguas que enseñaba significaban esas mismas botas de agua y ese paraguas en los que escondía la realidad de la vida (…)».
«Bélikov también tenía la manía de guardar sus ideas en una funda. Solo entendía con claridad las circulares y los artículos periodísticos en los que se prohibiera algo. Cuando en una circular se prohibía a los alumnos salir a la calle después de las nueve de la noche, o en un artículo se condenaba el amor carnal, para él la cosa estaba clara y precisa: prohibido y basta (…) Todo lo que transgrediera, se desviara o alterara las normas le sumía en un estado de postración. Si alguno de sus compañeros llegaba tarde a las plegarias, o si se enteraba de alguna trastada de los alumnos, o alguien veía a una maestra con un oficial ya entrada la noche, Bélikov se alarmaba y repetía sin cesar: «no vaya a ser que pase algo». En los claustros de profesores sencillamente nos abrumaba con sus precauciones, sus recelos y consideraciones realmente enfundadas sobre que, por ejemplo, en el instituto masculino y en el femenino los jóvenes se comportaban mal, hacían mucho ruido en las clases (…) ¿Y qué pasaba entonces? Pues que con sus suspiros, sus gemidos y con sus gafas oscuras sobre un rostro pálido y pequeño podía con todos nosotros, que cedíamos ante él».
Llegados a este punto, no me cabe duda de que vuestra Inteligencia Natural ya le ha puesto cara al hombre enfundado, imaginando su rostro transfigurado en el de algún pariente, compañera de trabajo o antiguo novio; espero, eso sí, que no hayáis elaborado la imagen fotocopiando el reflejo de vuestro propio espejo. Este relato fue compuesto a finales del siglo XIX, así que el hombre enfundado ya existía y suponía un verdadero peligro para la sociedad rusa de la época. Bélikov constituía, eso sí, una rara avis, una excepción, un bicho raro al que toda la comunidad pretendió casar para que estuviera distraído y dejara de una vez por todas de incordiar a vecinos, colegas y estudiantes con su moralismo represivo políticamente correcto, escogiendo como víctima del sacrificio a una esbelta mujer ucraniana que acababa de llegar a la ciudad. El hermano de la pretendiente de Bélikov, un tal Kovalenko, preocupado por la posibilidad de que semejante mequetrefe se convirtiera en su cuñado, arremetía contra la pasividad del resto de la comunidad, los mismos que consentían los caprichos liberticidas del timorato profesor de clásicas y cedían ante sus constantes chantajes: «No lo entiendo —nos decía encogiéndose de hombros—, no entiendo cómo pueden ustedes digerir a este fiscal, a esa cara de cerdo. ¡Eh, señores!, ¿cómo pueden vivir aquí? La atmósfera que respiran es sofocante, está podrida. ¿Acaso son ustedes pedagogos? ¡Son unas ratas de colegio!; esto no es un templo de la ciencia, sino una oficina de buenas costumbres que exhala una peste ácida, como la de una garita de policía».
Constato con pesar que nuestro mundo parece haber sufrido la invasión de centenares de miles de Bélikov, millones de mujeres y hombres enfundados, billones de cobardes y precavidos, trillones de envidiosos reaccionarios entregados a la represión y a la censura. ¿Será verdad que las matanzas emprendidas por el Estado desde la revolución liberal, con sus variadas y sanguinarias guerras civiles, se han utilizado a modo de selección artificial para que solo sobrevivan los más medrosos? ¿La darwinista supervivencia del más apto es, en realidad, la propagación de una infecciosa plaga de trepas, rastreros, chivatos y lamebotas de agua?
Belikova era una rancia funcionaria encargada de gestionar el «punto violeta» de las fiestas de su barrio. Mujer enfundada en una gruesa capa de ideología, rencor y moralismo sexual, su cometido diario era el de repartir sambenitos a los chavales, acusándoles de ser una pandilla de violentos maltratadores y potenciales agresores sexuales, al tiempo que animaba a las muchachas a que denunciaran, durante las noches de verbena, a sus novios y compañeros de clase por no guardar el conveniente decoro impuesto por la moral feminista. Pero un buen día resultó que aquello contra lo que Belikova había luchado con más fuerzas se convertía, paradójicamente, en la llave de su felicidad: el amor, sentimiento que encontró por casualidad entregándose a los brazos de un hombre que se atrevió a romper la densa funda protectora de la funcionaria feminista.
Prudencia y Timor Bélikov eran un matrimonio jubilado que se pasó los meses de la «pandemia» de COVID-19 encerrados en casa, escuchando las advertencias de la televisión a todo volumen y asomándose por turnos a la ventana de su vivienda-presidio. Se protegían de los malos aires enfundados en una asfixiante mascarilla FFP2, siempre alertas ante cualquier infracción del confinamiento en la que pudiera incurrir algún vecino, llamando de inmediato a la policía local para facilitar a las fuerzas del orden una detallada descripción de los hechos delictivos. Se sentían muy orgullosos de su desinteresada labor cívica, dificultando que esos egoístas miserables pusieran en peligro la sacrosanta salud pública por el capricho de querer respirar un ligero soplo de libertad. Timor y Prudencia acabaron sus enfundados días en la cama de un hospital, con los pulmones fritos, conectados a un respirador artificial y tras haber sido infectados por el temido virus contra el que nada pudo hacer la tercera dosis de la infalible vacuna que se habían inyectado tan solo unos días atrás. El matrimonio enfundado falleció sin poder despedirse de sus hijos, pues ellos también obedecían con pleitesía las circulares que prohibían las visitas hospitalarias.
La Asociación Bélikov por la recuperación del comunal organizó el congreso «Sentido Comunal» en la ciudad de Vic. Los organizadores del evento escogieron cuidadosamente a los ponentes para que no dijeran una palabra más alta que otra, para que nadie se sintiera ofendido, para que la asociación pudiera reivindicar algo tan revolucionario como la recuperación del comunal usurpado por el Estado a los pueblos… siendo todos los conferenciantes profesores de la universidad estatal, hombres y mujeres enfundados en una tupida bandera de socialdemocracia, ecologismo urbanita y adoración al Dios-Estado. El congreso se desarrolló según lo previsto: se impusieron tanto la opción vegetariana del menú como la precaución, éxito conseguido merced a la sensata decisión de no invitar como ponente al erudito que desempolvó la reivindicación del comunal por su manía de abordar la cuestión desde la objetividad de los hechos históricos y por emplear un lenguaje demasiado crudo que soliviantaba los ánimos de quienes subvencionaban el chiringuito con dinero público. Pese a que los objetivos que perseguía la Asociación Bélikov por la recuperación del comunal se consiguieron con creces, los bienes y usos comunales nunca estuvieron tan lejos de ser recuperados por los pueblos.
Esteban Vidálovich Bélikov era un joven idealista que traicionó sus convicciones por un puesto de trabajo en la universidad. Como tenía un pánico irracional al desempleo y a la posibilidad de quedarse algún día en la calle, enfundaba su porvenir trabajando intensamente con el objetivo de labrarse un futuro marcado por la estabilidad y la abundancia. De los siete pecados capitales, la avaricia constituía su verdadero talón de Aquiles, así que no pudo negarse a aceptar un trabajito que le encargó el Centro Nacional de Inteligencia consistente en escribir, a cambio de unos pocos rublos y alguna que otra promesa de crecimiento profesional, una serie de panfletos difamatorios contra la gente de la revolución integral. Orgulloso de su flamante condición de docente universitario, Vidálovich, el anarquista enfundado, colgó en la pared de su nuevo despacho el galardón que le entregó el Ejército español por su brillante investigación en pro de la seguridad nacional, alumbrando una flamante e insólita variante del anarquismo: el «anarcomilitarismo».
Tras mostrarse tal cuál era por una sola vez en su vida, e incurrir en un bochornoso ridículo delante de su prometida, el hombre enfundado de Chéjov, hinchado hasta entonces como un pavo relleno, se desinfló como un globo y no pudo soportar su exposición a la intemperie por mucho más tiempo. Narra Antón Pávlovich Chéjov, al final del relato: «Bélikov murió al cabo de un mes. Fuimos todos a su entierro (…) En aquel momento, cuando estaba en el ataúd, tenía una expresión dulce, agradable, incluso alegre, como si estuviera contento, contento de que por fin lo hubieran metido en un estuche del cual ya nunca más saldría. Como si fuera en su honor, el día del entierro amaneció nublado, lluvioso, y todos nosotros llevábamos botas de agua y paraguas (…) He de reconocer que enterrar a individuos como Bélikov produce una gran satisfacción. Cuando volvíamos del cementerio todos teníamos una expresión discreta y sombría; nadie quería mostrar ese sentimiento de satisfacción (…) Volvimos del cementerio con buen humor. Pero no pasó más de una semana y la vida empezó a transcurrir igual que antes, la misma vida dura, agotadora y absurda, no prohibida en una circular pero tampoco permitida del todo; las cosas no fueron mejor. Porque en realidad a Bélikov lo enterramos, ¡pero cuántos hombres enfundados como él quedan todavía, cuántos vendrán!».
La maestría del escritor ruso queda patente cuando acierta de lleno introduciendo al protagonista de su relato en el interior de un ecosistema humano propicio para un espécimen como Bélikov. Mujeres y hombres enfundados no pueden sobrevivir mucho tiempo lejos de su hábitat, las funestas instituciones del Estado y de la gran empresa, microcosmos grises, opresivos y jerarquizados, ordenados por la arbitrariedad del poder temporal; espacios asfixiantes que atraen a cobardes entrometidos, como escuelas, seminarios o universidades, asociaciones, lobbies y oenegés, en definitiva, cualquier colectivo que esté conformado por un puñado de desgraciados empeñados en ordenar a los demás qué es lo que deben hacer con sus vidas.
¡Cuántos hombres enfundados vendrán!, —se lamenta el narrador—. Mientras existan este tipo de instituciones verticales y represivas, mientras sigamos cediendo ante los chantajes de los guardianes de la moral, los seres enfundados, como el mosquito tigre y la avispa velutina, seguirán proliferando e inyectándonos su veneno.
Antonio Hidalgo Diego
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