Por Antonio Hidalgo Diego

Hace unos meses conversaba con un compañero de trabajo en la terraza de una cafetería. No sé muy bien cómo llegamos al punto de verme yo en la tesitura de exponerle «mi» propuesta de sociedad, que no es otra que la de la revolución integral. Quizá me expliqué mal o es que mi compañero, de ideología liberal, estaba predispuesto a considerarla una burda utopía; tal vez se trató de una mezcla de las dos cosas. La cuestión es que no solo me aseguró que la revolución integral es irrealizable —y lo dijo con un paternalista semblante de conmiseración—, sino que afirmó tajantemente que jamás ha existido una sociedad constituida de manera similar. De nada sirvieron las referencias históricas y etnográficas que le presenté, ilustrando esa magnífica —pero imperfecta— sociedad altomedieval que, con mucho esfuerzo por su parte, edificaron y mantuvieron con vida durante varios siglos, a golpe de espada y de azada, nuestros ancestros. Como en todo intercambio de opiniones, no gana el que más se acerca a la verdad, sino el que más prestigio tiene, por su personalidad o porque defiende posturas hegemónicas. Y como no soy ningún misionero con vocación de convertir a las almas descarriadas, cambié de tema, y a otra cosa, mariposa. Pero esta conversación, aparentemente intrascendente, ha resonado en mi cabeza este mismo verano.
Si bien formé parte del grupo de redacción de las Bases para una revolución integral, no puedo más que admitir que, por muchas palabras, textos, vídeos e investigaciones históricas que publiquemos, nada tiene más validez a la hora de convencer al escéptico que la posibilidad de ver la realidad con sus propios ojos. Incluso a mí me asaltaban las dudas. ¿Estaremos exagerando? ¿Nos agarramos a un clavo ardiendo? ¿Confundimos deseo con realidad? ¿Y si nunca ha existido en el pasado una sociedad como la que proponemos, al margen del Estado y del capitalismo, con democracia directa, soberanía popular, derecho consuetudinario, economía comunal, pueblo en armas y conformada por individuos libres y responsables que tienen la vocación de amar y servir al prójimo? Si nos comparamos con las gentes de la sociedad rural tradicional, las diferencias son tales que no parecemos miembros de una misma especie, tan lejos estamos, observando, por ejemplo, la actitud de nuestros adolescentes, esos curiosos seres con los que trabajo, una ruidosa y maleducada marabunta de vagos, inseguros, obedientes, sumisos, dependientes, enganchados a las pantallas, irresponsables, débiles, caprichosos, incultos, superficiales, obsesionados por el dinero, egoístas, deprimidos, sin esperanza… pero que no pueden más que ser nuestro relevo en el futuro, juguetes humanos que, padres y educadores, hemos construido para mejor gloria de los poderes de turno.
Pero mis dudas existenciales se han despejado de una vez por todas gracias al sorprendente viaje en el tiempo que he realizado este verano. Una pareja de amigos, hartos de la vida en la ciudad de Barcelona, decidieron, hace unos años, ir a vivir a las montañas del Pirineo catalán, en la Cerdanya francesa. Lejos de echar en falta las luces de la ciudad, hace no mucho pudieron comprar una magnífica casa en el valle de Baztán, en Navarra. Allí viven y se les ve dichosos. Sandra y Álex han tenido la amabilidad de invitarnos a su casa para pasar unos días de agosto, coincidiendo con el inicio de las fiestas locales de Amaiur. Podría relatar lo bien que nos lo pasamos y lo bien que comimos, la belleza del paisaje y de la arquitectura local, el inesperado calor que soportamos o los refrescantes baños que nos dimos en una poza del río que pasa junto a su casa, ese que más abajo accionaba un molino de maíz. Más allá del goce sensorial de los fugaces placeres vinculados a las vacaciones veraniegas del trabajador asalariado, vivimos un momento de gran significación que perdurará para siempre en nuestro recuerdo: la cena comunitaria de la noche del 15 de agosto, la que llaman por esos lares Baztan zopak.
Mientras las escuelas contratan magos y empresas de animación para las celebraciones de final de curso de los centros «públicos», las fiestas de Amaiur las organiza… la gente del pueblo, ellas y ellos, grandes y pequeños. Allí se habla en vascuence, pero una de las palabras que cacé al vuelo, y en más de una ocasión, fue la de «auzolan», trabajo comunitario. Una mujer que se sentaba cerca de nosotros, vecina de nuestros anfitriones, se levantó de la mesa al final de la cena, antes del baile en la plaza, para limpiar los lavabos del frontón, junto a otras personas. Los camareros comieron los últimos. Todos ellos eran adolescentes, en edad de ser mis clientes en la ESO o el bachillerato. Trabajaban duro, trabajaban bien, trabajaban «gratis» y, lo que es más sorprendente, trabajaban satisfechos, orgullosos de servir y no de ser servidos, porque servían a su gente, a sus seres queridos, porque bien sabían que esas horas de caminar deprisa transportando botellas de sidra y bandejas repletas de pan empapado en caldo, embutidos, cordero y otras viandas, representan un privilegio. Su actitud era radicalmente opuesta a la desgana, desidia y negligencia con la que suelen trabajar, a cambio de dinero, los camareros «profesionales» de la empresa privada. Comparar la alegría de esta fiesta con el alcoholismo neurótico que se consume en cualquier discoteca, el insoportable aburrimiento que supone cualquier concierto o espectáculo teatral, el tedio eterno de las esperas en un parque de atracciones… Esas comparaciones resultan insultantes para todos los que alguna vez hemos pagado por esas diversiones fingidas, huecas y degradantes.
¿Construir o consumir? ¿Servir o ser servidos? Frankl dijo: «Cuanto más se olvida uno de sí mismo —al entregarse a una causa o a la persona amada—, más humano se vuelve y más perfecciona sus capacidades. Por el contrario, cuanto más se empeña el hombre en conseguir su autorrealización, más se le escapa, pues la verdadera autorrealización es el efecto profundo del cumplimiento del sentido de la vida. En otras palabras, la autorrealización no se logra como un fin, sino que es el legítimo fruto de la trascendencia».
Como buen espécimen urbanita atrapado en la red del capitalismo de Estado, me sorprendieron otras muchas cosas de la cena en el frontón de Amaiur. Por ejemplo, que la fiesta fuese intergeneracional, o que todo el mundo conociera las mismas canciones y las cantara a coro, o que todos supieran interpretar los mismos bailes y los ejecutaran con coordinación, agilidad, seriedad y alegría. ¡Tantos años estudiando antropología para no haber entendido nada! ¡Esos bailes populares son rituales de comunión que afianzan el espíritu de comunidad! Contemplando esa compenetración, y observando la gran fuerza física y el vigoroso estado de salud de los pastores y ganaderos del valle de Baztán, entiendo mucho mejor cómo es posible que estas gentes derrotaran tantas veces en la historia a visigodos, francos y musulmanes.
También me sorprendió que cuando le pregunté a un vecino por el comunal supiera a qué diantre me estaba refiriendo (¡por supuesto lo sabía mucho mejor que yo, porque el comunal es su vida!). Este hombre me explicó que más del 90% de las tierras del municipio son comunales, y que uno de cada casa se reúne en batzarre para decidir, democráticamente, todos los asuntos que conciernen al común de los vecinos de un pueblo sin contenedores incendiados ni pintadas en las paredes ni envoltorios en el suelo.
Pero lo que me hizo sonreír fue la historia que nos contó, un día antes, un trabajador del molino. Nos advertía que había muchos controles de alcoholemia en días festivos, que tuviéramos cuidado si habíamos bebido. Pero también explicó que, unas noches atrás, mientras la Guardia Civil ordenaba el alto al conductor del vehículo de un paisano, salieron en tromba todos los vecinos que allí se encontraban para espantar a los funcionarios, facilitar el libre tránsito de los ocupantes y forzar a los uniformados a abandonar el pueblo para regresar al cuartel con el tricornio entre las piernas. Esta actitud hacia con la policía solo la había visto con mis propios ojos en Grecia, nunca en mi tierra, donde los agentes uniformados suelen ser respetados y venerados por los obedientes ciudadanos, muchas veces orgullosos «independentistas».
En definitiva, no puedo explicar con palabras la profunda impresión que me causó esta fiesta, comprobar que una parte de todo eso que he leído, de todo eso en lo que he creído, no solamente ha existido, sino que se conserva todavía, al menos una parte de ello, en el siglo XXI, y esperemos que por mucho tiempo.
Se lamentaba Viktor Frankl de la pérdida de las tradiciones, ya en el siglo pasado. El psicólogo que sobrevivió a cuatro campos de concentración nazis escribió: «Las tradiciones cumplían una función de contrapeso de la conducta, y en la sociedad moderna se diluyen con enorme rapidez. Al no conservar las tradiciones que marcan la actuación socialmente aceptada, el hombre carece del instinto que guía su conducta, y con frecuencia no sabe cómo comportarse. Por ello, hace lo que las otras personas hacen (conformismo) o hace lo que las otras personas quieren que haga (totalitarismo)». El personaje principal de la novela La carretera, de Cormac McCarthy, aconseja a su hijo, antes de morir, que, para «llevar el fuego» y sobrevivir al mismo tiempo en un mundo apocalíptico, resulta imprescindible hacer rituales, rituales que nos recuerden periódicamente la importancia de mantener los lazos de unión en el seno de una comunidad humana, rituales que recreen los valores positivos que describen la manera de ser de un determinado pueblo. Algunos modernos pensarán que es mucho mejor aislarse de los demás para jugar a videojuegos, ganar mucho dinero y montar una fiesta con enanos y putas; que eso de cantar y bailar en compañía de los vecinos es una horterada propia de tiempos pasados, tiempos que, según algunos, nunca existieron, o que, en todo caso, nunca regresarán. Frankl, en cambio, nos advertía de que «todo lo real se guarda en el pasado, de donde se lo rescata y se lo preserva de la transitoriedad. Nada del pasado está irremediablemente perdido, sino que se conserva irrevocablemente».
Ahora solo falta disipar una duda. ¿El viaje en el tiempo que he realizado este verano al norte de Navarra es un viaje al pasado o es un viaje al futuro?
En nuestras manos está.
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