Muerte accidental de una cotorra argentina

Publicado el 1 de agosto de 2025, 7:47

Por Jesús Trejo

[Tiempo estimado de lectura: 12 min.]

 

Habíamos bajado por la tarde a devolver una maqueta incompleta al bazar de turno. Al mecano que estábamos montando le faltaba una de las láminas, con su conjunto de piezas, para poder acabar el maravilloso artefacto que prometía la foto de la caja, y Miguel, nuestro pequeño ingeniero de nueve años, al notar el defecto, me había dibujado una sonrisa resignada expresando su frustración por no poder seguir con la construcción; así que armándonos de “calor”, nos encaminamos al “Action” del centro comercial.

 

Ya de vuelta y solucionado el problema, atravesábamos cruzando por los jardines descuidados y resecos del barrio de San Blas, cuando nos topamos con una bandada de cotorras argentinas, campando a sus anchas como una banda latina, enseñoreadas y gorgoteando a los cuatro vientos su empoderamiento. Maldije a esos animales tan vistosos, catalogándoles de alimañas aéreas, con tono firme pero sin iracundia, y justamente avisté un barrote de aluminio tendido a pie de camino, lo cogí y mecánicamente se lo arrojé al primer animal que tuve enfrente, con tan mala puntería… que le acerté en toda la cabeza, dejándole aturdido.

 

A partir de ahí los hechos se precipitaron. Yoli, la madre de Miguel, entró en modo histeria animalista, al mismo tiempo que el niño me miró con una media sonrisa de sorpresa, mientras exhalaba un “haaalaaa!”. Mi amiga Charo, por su parte, lamentó el incidente, pero pronto le quiso quitar hierro al asunto (en este caso aluminio). Por mi parte, me sorprendió lo atinado que estuve, pero no me invadió ningún remordimiento por el intento de homicidio en grado de tentativa.

 

Aunque relativamente amparado por la ley1, la discusión acalorada devino al poco en un debate moral más sosegado: ¿tenemos derecho a atacar a algún animal, solamente por ser de fuera y por no caernos bien?

 

Yoli argumentaba que todos los animales tienen derecho a la vida, y que nosotros no podemos dictar sentencias sumarísimas e ir quitando de en medio a los que nos dé la gana. Charo, sin embargo, dijo que no todos los animales tienen concedido el derecho a la existencia pacífica, apelando a la aracnofobia que padece su amiga y su actuación expeditiva para con los maravillosos artrópodos peludos de ocho patas.

 

Por mi parte, yo reconocí que el lado moral del hombre nos conmina a preservar al máximo las diferentes manifestaciones de lo vital, estando obligados a aplicar un prudente cuidado en mantener el equilibrio de los procesos naturales y las cadenas tróficas que rigen la vida y la muerte del reino animal, vegetal e incluso mineral. Y que precisamente en aras de un animalismo bien entendido, ciertas especies que han sido sacadas de su hábitat deben ser controladas, porque destruyen la ya de por sí precaria estabilidad de la que dependen otras muchas especies ya establecidas. Para el caso de las cotorras, la afectación a las comunidades autóctonas de gorriones, mirlos o urracas, atacando sus nidos y sus zonas de abastecimiento, es algo bien documentado, sin entrar en la amenaza latente y de mayor calado, que nos afectaría de pleno, caso de que se extiendan a zonas rurales, por su voracidad devastadora hacia árboles frutales y plantaciones de cereales.

 

Otra cuestión diferente es cómo atajar el asunto. Eliminar a un individuo no resuelve el problema, porque esos animales generan estragos en tanto que plagas, y han sido desgajados de sus lugares de origen, donde no son dañinos, y a los que se debería devolver. Además, la causa de su desubicación disfuncional es antrópica, forzada por la idea integradora del cosmopolitismo, de que se puede intercambiar de lugar a seres adaptados a un hábitat determinado, sin reparar en las consecuencias que tiene el posterior abandono de estos animales, generalmente por aburrimiento o por la molestia que causan sus graznidos.

 

Y ahora volvamos nuestra atención a otros animales bípedos, esta vez implumes, como gustaba referirse Platón a los seres humanos, y al calor de los sucesos ocurridos en Torre Pacheco, preguntarnos: ¿se puede aplicar las aportaciones de la etología al hombre? ¿Podemos tratar a los emigrantes como animales exóticos, y arrebatarles de sus lugares de origen, bajo la promesa de un estupendo alpiste y una jaula de oro?

 

Tanto la izquierda como la derecha, parece que coinciden en eso. Ambos extremos del espectro político no tienen ningún problema con el hecho migratorio masivo, porque comparten la visión de que los hombres son meros animales que se mueven por instintos primarios, que se les puede desplazar hacia lugares donde puedan satisfacer sus impulsos elementales, según la jerarquía de las necesidades humanas de la pirámide de Maslow. En lo único que se diferencian es en la elección del estímulo del condicionamiento operante a aplicar para que estas bestias de carga con logos se porten bien: para la derecha el palo, para la izquierda la zanahoria.

 

Lo primero que habría que cuestionar es precisamente la premisa maslowiana de que solamente cuando ya están todas las necesidades primarias satisfechas, se accede a la búsqueda de la consecución de principios más etéreos y morales. Este relato está viciado por una idea fisiologicista del ser humano, que antepone las necesidades corpóreas a las del espíritu, sin tener en cuenta la realidad holística psicosomática de la vida consciente.

 

Esta imagen reduccionista debe ser corregida. El ser humano, a diferencia del animal, está más determinado por la esfera anímico-espiritual que por la físico-ambiental, y no estamos tan condicionados en nuestro comportamiento por los instintos como el resto de las especies animales. De hecho, el hombre es el único animal que atenta contra sí mismo por criterios morales, exponiéndose a enfermedades y la muerte en defensa de ideales.

 

El hábitat del hombre es su cultura, pero la palabra cultura proviene del francés “culture”, que significa cultivar. La cultura es un cultivo, con unas raíces afectivas, físicas e históricas, con un entorno familiar, un lugar geográfico y unos antecedentes históricos, que conforman la sillería del puente hacia la realidad2, en forma de conciencia moral que dirige nuestras acciones de manera axiológica, por principios, y que se superponen a las tendencias más viscerales y elementales. En realidad, las denominadas necesidades primarias son construcciones culturales, puesto que cada comunidad geográfica e histórica tiene una idea sobre lo que es comer, habitar, relacionarse o descansar, tanto en cantidad como en calidad.

 

Cuando los hombres sufren la amputación de estos estímulos de socialización primaria, familia, territorio y cultura, y se quedan sin suelo físico y espiritual, como ocurre con el fenómeno migratorio, el nuevo entorno ya no tiene más vinculación que la meramente utilitaria e instrumental. Se quiebra el componente mágico ancestral que nos vinculaba con un espacio y con un tiempo. Se rompen los puentes afectivos con lo real. Se pierde el respeto. Eso lo sufrimos como sociedad conmocionada por la emigración masiva en los años 50, y lo volvemos a sufrir ahora con la acogida de desplazados económicos.

 

En la masiva emigración interna de los años 50, la primera generación de emigrantes mantuvo la cultura, pero perdió lo telúrico que aportaba anímicamente el territorio. El precio a pagar por haberse desgajado de su lugar ancestral se cobró a costa de tabaquismo, alcohol y horas extralaborales, que dejó abandonados a su suerte a sus hijos, dejados en manos de la educación estatal. Entonces surgió el fenómeno de los quinquis, sectores no desdeñables de la juventud popular de los setenta, que se convirtieron en lumpen gracias al síndrome del padre ausente, al abandono de la educación familiar comunitaria, sustituída por la escolarización obligatoria, y la consiguiente ruptura de los códigos de esfuerzo y solidaridad que habían mantenido sus padres, junto a la seducción del hedonismo que se propagaba con la pujante sociedad de consumo. Esto hizo florecer una perversa misoginia stirneana3 también potenciada desde los distintos medios adoctrinadores, donde cualquier persona con una mínima posesión era objeto de saqueo, sin atender a su status social.

 

Hoy día estos procesos de degradación vuelven a estar latentes entre los jóvenes emigrantes desarraigados, con la diferencia de que ahora un sector de ellos no comparte la cosmovisión occidental, y la convivencia deviene aun más conflictiva.

 

Entre las diversas culturas de desplazados económicos, las hay más propensas a adaptarse e integrarse, por compartir una misma base lingüística, histórica y religiosa, como son los oriundos de países cristianizados sobre base occidental, y otra más reacia y renuente, la musulmana, que retroalimenta su frustración económica con un victimismo neorracista, según el cual su precaria situación es injusta porque son ellos los señores que deben ponerse al mando de las sociedades de los no creyentes, mediante una guerra santa: la famosa Yihad. En este aspecto, el islam, como ideario político travestido de religión, destila una falta total de estímulo al esfuerzo personal mediante el trabajo y una devoción absoluta por el pillaje y la conquista. Esto explica en parte el hecho de que los países musulmanes sean los más retrasados económicamente, y además permite entender la complacencia y favoritismo de los gobernantes occidentales por esta concepción , habida cuenta de que en última instancia, el capitalismo contemporáneo en su fase senil es sobre todo rapiña, y que los combatientes más expeditivos y sanguinarios para las próximas guerras y la represión interna popular que se ciernen en el horizonte cercano serán los que profesen el culto a Alá, como ya percibieron los grandes multiculturalistas de antaño, Mussolini, Franco y Hitler, incorporando en sus cuerpos de élite a batallones de profesión de fe islámica4.

 

Los defensores de la justicia social, subyugados por otras religiones (éstas políticas) que propagan el autoodio, buscan justificar el abuso y enseñoreamiento de estos aprendices de califas y emires bajo la patraña de que “nosotros hemos abusado de ellos”, con esa idea tan torticera de usar el plural mayestático para referirse al Estado, que en absoluto representa al “nosotros”, sino a las elites empoderadas. Con ello, están haciéndole la cama a los fascistas, que sacan rédito político del hartazgo popular frente al nuevo lumpen foráneo. En realidad, la extrema derecha son tan proemigración y tan neonegreros como la izquierda woke, y lanzan con la boca pequeña el lema “emigración ilegal no” (y por tanto emigración legal sí) para granjearse la simpatía de las capas populares que padecen la frustración de los jóvenes desplazados, y para justificar el refuerzo del carácter policial del Estado. La izquierda buenista, que pese a su formación universitaria no alcanza a ver el nivel de devastación personal que provoca el fenómeno migratorio, acusa de filonazismo cualquier acto de crítica a esta perversión política de sustraer recursos humanos de países cada vez más abandonados, y se está granjeando el rechazo de las clases populares, que sufren en sus nóminas el abaratamiento del mercado de trabajo propiciado por la masiva afluencia de mano de obra foránea, y soportan en sus barrios y pueblos la disruptiva convivencia con individuos lacerados por la frustración y el desdén hacia una sociedad que solo los usa como animales de carga.

 

Cuando se combate a las cotorras argentinas no se hace por envidia de su fastuoso plumaje y sorprendente capacidad para emular el lenguaje humano, sino por sus actos devastadores sobre un entorno más o menos articulado de especies autóctonas, a las que se atenta en sus modos de vida y reproducción. Así mismo, cuando se repudia el fenómeno migratorio se hace igualmente desde sus consecuencias en la desestructuración de la persona y su expresión inevitable en forma de conflictos intercomunitarios, que en el caso de los desplazados magrebíes o de cultura musulmana son instrumentalizados por su religión y sus intérpretes, los imanes y ulemas de mezquitas y madrassas, para atentar contra el principio más decisivo de la cultura occidental: la Libertad.



Jesús Trejo

 

 

1 La comunidad de Madrid, en el artículo 22 de la Orden 1613/2013 del 25 de Junio de 2013, permite capturar y matar las dos especies invasivas más prolíficas y devastadoras, la cotorra de Kramer y la cotorra argentina, si bien de manera regulada y en épocas habilitadas de caza.

 

2 En “la gravedad y la gracia”, Simone Weil utiliza el adverbio griego metaxu para significar el puente afectivo entre comunidad e individuo. “No hay que privar a ningún individuo de sus metaxu (hogar, patria, tradiciones, cultura, etc) que dan calor y nutren el alma, y sin los cuales una vida humana no es posible”.

 

3 En “El único y su propiedad”, Max Stirner endiosa al individuo y lo libera de cualquier vínculo ético para con sus iguales , y por tanto legitima la utilización instrumental de cualquier persona, pudiéndola avasallar, explotar y robar. Inspirador de una corriente anarquista donde el repudio al Poder se confunde con el libertinaje amoral del Yo.

 

4 Sobre la islamofilia de Mussolini, léase: ustralis-traditio.blogspot.com/2013/10/mussolini-y-la-espada-del-islam-claudio.html; para el caso de Franco, ver “los moros que trajo franco” Maria Rosa de Madariaga; para el caso de Hitler, https://www.elconfidencial.com/cultura/2021-02-15/musulmanes-alemania-nazi-guerra-mundial_2946375/

 

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