Por Antonio de Murcia
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Para el año recién estrenado tengo buenos propósitos. Los del año recién difunto los he cumplido bien. Fui al gimnasio cinco veces por semana y he conseguido una barriga de piedra esculpida. Aprendí 365 palabras en inglés (este año serán 366). He hecho un cursillo de parapente para ver si con suerte me quebraba las piernas (y ella, al enterarse, acudía corriendo a verme en mi convalecencia, y volvíamos…). Como en los doce vuelos de iniciación no me pasó nada, fui a clases de baile para aprender a defenderme con la salsa, lo justo para no hacer el ridículo, y a ponerme a punto con el vals (por si ella aceptara casarse conmigo).
En fin, durante todo el año pasado demostré de sobra que tengo fuerza de voluntad. Por eso para el presente creo que puedo ser más ambicioso y me he propuesto… ser bueno. No para alardear de virtuoso, que eso ya está en camino escribiendo en esta revista con este nombre que tiene. Tampoco para ligar más fácil, que ya se sabe que siendo bueno se liga poco. Sino, simplemente, para ser bueno. Y con esto quiero decir quitarme estos defectos que me hacen malo (pero de un malo corriente, vulgar, mediocre). No es que pretenda ser un buen hombre, que siempre suena a algo lamentable y un poco lerdo (siempre habrá quien diga aquello de «de tan bueno tan bueno que es, es tonto»). Ni se me ocurre pretender ser como aquellas personas de antaño de las que siendo, más que buenas, excelsas, se decía que eran bellas personas, o que tenían un corazón de oro. La verdad es que ya no se ve por esas calles y esos barrios y esos pueblos nadie que merezca recibir tales títulos. Se ve que la llama del crisol popular en que se forjaban está apagada.
No, lo que yo quiero es ser bueno a secas, ni más ni menos. Ahora bien, lo que para mí es esto de ser bueno tiene tres vertientes, las tres necesarias para ser un bueno completo (y no a medias): la parte personal o individual, la social o relacional y finalmente la selección de la práctica o acción que resuma y sintetice las dos primeras.
En lo personal lo tengo claro por dónde empezar: organizarme mejor los recados cotidianos. Por ejemplo, no puede ser que para comprar tres cosas salga de casa tres veces, o que para hacer unos recados o gestiones vaya con el coche primero al punto A, que está al lado del punto B, y a continuación vuele hasta el punto C, que está bien lejos, para luego tener que volver al punto B, que me había saltado. Se acabó dar un montón de vueltas inútiles para todo. Claro que la planificación no es tan sencilla como dicta la teoría, porque está sujeta a incidencias, horarios de cierre y demás imponderables. Por eso el requisito básico para cumplir este buen propósito tiene que ser acostarme temprano, digamos a las once o las doce en lugar de madrugada, para no andar muerto de sueño todo el día. O sea, abandonar a los búhos y copiar a las alondras. Lo cual me lleva a un requisito todavía más básico: no perder el tiempo viendo la tele, ni la grande ni la de bolsillo. En sentido amplio esto significa librarme del ruido de la “actualidad” y de su profunda mentira (además de ganar tiempo libre, esto tiene como efecto añadido reducir la irritación cerebral).
Otras facetas personales son también objeto de mis buenos propósitos. A nivel conductual, el primero y principal es dejar de gandulear (aunque digan los científicos de Jarvar que eso es signo de una inteligencia superior). Otro es proveer la despensa de alimentos sanos, tanto animales como vegetales, de esos que gentes de mi vecindad crían con amor y cuidado, para ver de tener mejores sensaciones intestinas. Y relacionado con esto, aplicarme en la piel (brazos, piernas y en general) unos aceites esenciales que le quiten el aspecto de pescado seco (y de paso hidratarme el pelo para que deje de tener pinta de estropajo usado). Soy consciente de que un excesivo cuidado personal podría ser tachado de mirar demasiado el propio ombligo, de un cierto egotismo, digamos; pero procurar sentirse bien es bueno para todos; y por otra parte a los otros en general les agrada ver que uno se cuida, ¿no?
En el plano social el objetivo es una pauta de la conducta un tanto ambiciosa, pero —qué se le va a hacer— es la que quisiera ver reflejada alrededor: amorosa y corajuda a la par. Por tanto, la lista es nutrida y variada: ocuparme más y mejor de mis seres queridos; comprar todo lo posible en el comercio cercano (de preferencia a productores alegales); denunciar las mentiras oficiales donde quiera que se me presenten y llamar a la insurrección contra ellas; desmirar las muy cutres construcciones humanas y mirar más atentamente la belleza de los montes al sur de mi casa (y al norte)… y unas cuantas cosas más.
Sin embargo, me conformaría con una sola, a saber: no hablar. Entiéndaseme, hablar poco, lo justo y necesario, o sea callar cuando toca. No es que yo sea particularmente parlanchín o pesado (a veces sí), pero tengo calculado que atino la mitad de las veces que abro la boca y la otra mitad yerro, ya sea en forma de impertinencias, redundancias, vanidades, monsergas, tonterías y demás. Es decir, que me arrepiento del 50 % de mis parloteos y del otro 50 % no. (Esta cuenta la he comprobado muchas veces y se mantiene así de estable a lo largo del tiempo, por lo cual renuncié hace mucho a mejorarla). De manera que, por el procedimiento de reducir a la mitad mi cháchara, se reducen automáticamente mis cagadas al 25 % respecto al nivel actual. Lo cual será un logro, para mí y para el entorno.
Por último, a nivel operativo selecciono dos tareas: producir un bien material con mis manos y sonreír más.
En cuanto a lo primero, se trata de fabricar alguna cosa útil y buena de uso común para disfrute propio, o para regalo a mis llegados y vecinos, o para su venta. Claro que habré de superar mi notoria inutilidad para fabricar ninguno de los bienes de los que disfruto, ya sea en el ámbito del alimento, el vestido o el hogar. Como he demostrado en el pasado deficientes resultados en el cultivo de hortalizas, frutales o hierbas medicinales, y mis incursiones en el mundo de la cría de caracoles tampoco fue muy allá; y como el corte y confección me parece un arte sublime y misterioso; y como en la ejecución de chapuzas no paso de lo elemental, no tengo más remedio que ponerme a rueda de alguien que tenga ya alguna destreza (o sea, un maestro) y que necesite la ayuda de alguien trabajador y de buena voluntad, como es mi caso. Quizás me baste, para empezar, con unirme a algún grupito que hay que se dedica a hacer jabones y champús y otras cosas de higiene, de limpieza del hogar, etc. con materias libres de esos venenos químicos que nos enferman. Esto significará no más que un granito de arena en pro de la autonomía básica que se requiere para la construcción de una sociedad paralela que no precise ni del Estado ni del Capital, pero creo que esto está bien orientado.
Ya que en ese aspecto mi aportación es tan limitada, he resuelto poner mucho empeño en la segunda tarea y me he propuesto reblandecer mi hosca catadura de seriedad y sonreír más. (Espero en que no se me conozca a final de año como el tonto de la sonrisilla). Es cierto que hay ocasiones (todos sabemos cuáles) en que la sonrisa no es posible sino inoportuna, pero no son tantas. Las más de las veces la sonrisa puede convivir con lo patético e incluso con lo dramático, y siempre aporta un cambio de registro y algo de provecho, aunque no digo que haya que ir por ahí sonriendo a tontas y a locas. La sonrisa de la que hablo es esa que transmite ternura, o que la invoca. Y por encima de todo, según me han dicho los cuasi centenarios que he ido conociendo, “sonreír siempre” es el secreto de la longevidad y de la buena salud. En fin, no creo que unas risas vengan mal en este ridículo y perruno mundo humano.
Lamentablemente, con tanta meta no tengo más remedio que dejar para otro año objetivos importantes, ambiciosos de verdad. Por ejemplo ponerme con el asunto del origen de la vida y, ya puestos, con el del mundo. Y de paso, averiguar el sentido de la muerte (y de la vida). Ando despistado con esos temas. O, sobre todo, ver la forma de darle la vuelta al tiempo y volver atrás, a ser bien joven, y construir la granja en la que soñaba criar a mis hijos. O mejor más atrás, a la infancia, con mi novia de entonces, y no dejarla nunca. Otro año será.
Por supuesto, ánimo para todos con los propósitos del nuevo año. Casi nunca se cumplen, pero formularlos demuestra buena voluntad. Ahora que lo pienso, a lo mejor es que la buena voluntad existe, pero la voluntad a secas no. Quizás solamente cumple sus designios quien tiene la gracia de discernir a tiempo cuál es el don al que quiere entregar la vida y orienta hacia él la fuerza del sentimiento.
Y yo, en fin, creo que siendo bueno, como sin duda habré logrado ser a finales de año o a principios del 2025, aumentará la probabilidad de que así, a lo mejor, podría ser, es posible quizá, que ella deponga su actitud de desdeñar mi compañía.
Antonio de Murcia, 28 enero ‘24.
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